sábado, 5 de diciembre de 2009



EL CLAMOR DE NAZARET (VII)

SÉPTIMA PALABRA: CRUZ

Sé de antemano que no voy a tener palabras porque no se tienen para explicar el dolor y la muerte. Como un mazazo que me dejó temblando cayó sobre mí el súbito descubrimiento de que la primera vez que se escribe oficialmente para la historia el nombre de Nazaret es para que éste figure clavado en una cruz. “Jesús de Nazaret, rey de los judíos”.
Nazaret nace para el mundo en el Gólgota. Y nace escrito de la mano de un pagano. Desde ese momento es imposible disociar el nombre de Nazaret de la cruz. En muchos hogares está, por lo menos, la inicial que configura la primera palabra formada por siglas que se conserva: INRI. Y quizá esa “n” tan silenciosa, tan humilde que resulta invisible, bendice el hogar que la contiene.
Pilatos nos hizo, sin saberlo, un gran favor. Nos legó el nombre de Nazaret pero sobre todo, clavó en la cruz una inmensa lección de teología: el hogar de Nazaret, de donde era ese despojo humano colgado en la cruz, tenía al final del camino, la cruz como horizonte. No pretendamos pues, vivir la espiritualidad de Nazaret sin asumir que nuestra vida estará también vinculada a la cruz.
Nazaret es, por supuesto, silencio, trabajo bien hecho, oración constante y paz interior. Pero es la cruz, el sacrificio aceptado, quien vertebra ese Misterio que tanto nos atrae. No se trata de representar, como tantas veces ha hecho el arte, a un Niño jugando con la cruz en el taller de José. Con la cruz no es posible el juego.
María debió temblar cuando Simeón completó el anuncio del Ángel:

“Alégrate (Lc 1,28)... una espada atravesará tu corazón (Lc 2,35)

También a José el ángel le habla de muerte, le ordena huir para salvar al niño (Mt 2,13)
El evangelio hubiera sido una maravillosa fábula si no llevara en sus orígenes el certificado de dolor. “Sólo el sufrimiento hace creíble el amor” (Pablo VI). Y no hubo hogar más creíble, más auténtico, que el de Nazaret. Los tres asumieron la cruz; en los tres se realiza el canto de Isaías:

“No tenían forma ni belleza que envidiar,
ni aspecto que pudiéramos apreciar...
los teníamos por nada, despreciables.
Y, sin embargo, eran nuestros males los que soportaban,
Nuestros dolores los que cargaban...
Sus heridas nos han curado. (Is 52.53,5 )
[1]

Este texto, tradicionalmente aplicado a Jesús, puede ser leído en clave nazarena. La Sagrada Familia no destacó nunca, ni tuvo una vida envidiable. Nadie, salvo los vecinos de Nazaret, supo nunca de su existencia. Si la comparamos con los grandes del Imperio romano, con los patricios, con los poderosos, la suya fue una existencia despreciable. Sometidos a la murmuración de todo el pueblo cuando María quedó embarazada, yendo a empadronarse en vigilias del parto y sin alguien que acogiese a María en tal trance. Sin otra cuna que un pesebre y sin otras visitas que la de los pastores, esos seres marginales de la sociedad judía. Huyendo de noche, viviendo como emigrantes en un pueblo de cultura y lengua muy distinta a la suya. Con el miedo pegado al cuerpo, con la preocupación por sostener a la familia. Refugiándose en Nazaret y sumergiéndose en el anonimato.
José y María se sabían débiles. Pero pusieron su debilidad en manos de Dios y experimentaron que cuanto más débiles parecían, más fuertes eran (2 Cor 12,10), más se manifestaba en ellos la Gloria de Dios. Sus heridas nos curan a todos y Nazaret se convierte en Salvación, en Salud para el mundo.
Jesús fue el Ungido de Dios pero no fue ungido con aceite de realeza sino con corona de espinas. Y fue ungido porque se abajó como esclavo a lavarnos los pies. Porque aprendió de su madre a ser esclavo del Señor haciéndose esclavo de quienes más sufren. Vivir la espiritualidad de Nazaret significa pues saber estar concrucificado con Cristo y con el mundo.
Muchos autores espirituales han establecido el paralelismo entre el pesebre y la cruz. Los dos significan humillación, desnudez total. Hoy, muchos hermanos nuestros viven el dolor de ver a sus hijos en un pesebre: campos de refugiados, niños atados a un trabajo esclavo, niñas vendidas y prostituidas, adolescentes vendidos en plaza pública, niños arrancados de su hogar, mutilados por minas...Y muchos viven la cruz diaria del desprecio por ser extranjero, por ir sucio y oler mal, por no tener trabajo, por ser una “carga” cuando se es anciano...
Ser de Nazaret nos impide asistir desde nuestra confortabilidad a estas escenas diarias de injusticia. Es preciso abajarse, ponerse el delantal y comenzar a servir. Y eso solo sabemos hacerlo de forma auténtica si hemos aceptado la cruz en nuestra vida. Esa que nadie conoce o que es pública. Esa que duele o que humilla. Esa que no quisiéramos...Abrazarse a la cruz es ser fiel a Nazaret. ¿Acaso no estaba María al pie de la cruz?
La cruz es la Palabra: si buscas escuchar cuál es el mensaje de Dios para ti, fija los ojos en el crucificado que clama su sed. Tiene sed de ti, de tu corazón. Si buscas la cercanía de tu Dios en ese dolor que atraviesa tu vida, míralo traspasado y crucificado y escóndete en sus llagas. Si buscas la unidad porque sientes que tu vida se dispersa, contempla a Aquel que con la cruz ata para siempre el destino de la humanidad al Cielo, que es donde tenemos nuestra sede. Si buscas ver claro porque estás sumergido en la noche, acércate a la cruz y deja que Él te mire y te ponga en brazos de su Madre. Si buscas el sentido de tu existencia anodina y rutinaria, ama la cruz que atravesó, como columna, la vida rutinaria de Nazaret. Y, sobre todo, si buscas a Dios, no te muevas del Calvario porque allí, desfigurado, está el que desea transfigurarte. Allí está, más escondida aún que en Nazaret, la Divinidad. Que no te engañen los sentidos, que supla tu fe lo que ellos no perciben: esa vida tan cantada de Nazaret, esa vida sencilla y humilde, lleva al Gólgota. Quien emprende el camino espiritual de Nazaret debe saberlo.

[1] Adaptación libre al plural