viernes, 19 de noviembre de 2010


DESIDERIA: LA SANTIDAD (III)


Una de las definiciones que más me gusta de santidad es la del Cardenal Newman: llegar a ser lo que somos en verdad.
La naturaleza nos da la primera lección de coherencia: de un perro nacen perritos y un manzano da manzanas. Una jirafa tiene jirafitas y una gallina, pollitos. Si de verdad nos creemos que somos hijos de Dios…seamos consecuentes. Porque ¿Qué Dios es santo como nuestro Dios?
Dios nuestro Padre es Santo. Y la belleza del mundo, que culmina en la persona, es resplandor de esa santidad.
La santidad no es una carga, una obligación, un esfuerzo ímprobo que Dios nos impone. Parece mentira que hayan cuajado expresiones como “no soy un santo” y cosas por el estilo. Lo decimos y escuchamos con cara sonriente. La santidad es la esencia de Dios- su nombre es Santo, dice María- y cuando nos indica que debemos ser santos nos dice que nos lega una preciosa herencia: su talante, su manera de ser, su manera de mirar el mundo y las personas…eso es ser santo!
Del mismo modo que cada padre desea transmitir a su hijo, junto con la vida, lo mejor de él, Dios, que es santo, quiere darnos su santidad. Pero mientras que un padre y una madre transmiten lo que tienen, no lo que son, Dios, por el contrario, nos transmite también lo que es. Nuestra tarea es “asumirlo”, agradecerlo, preservarlo y compartirlo. ¿Podemos renegar del ADN que Dios nos ha transmitido? Charles Péguy decía que "la única desgracia irreparable en la vida es la de no ser santos". Es una especie de automutilación. Podemos fracasar en nuestras vidas en muchas cosas. Pero no deberíamos dañarnos, es decir, no deberíamos dejar de ser santos.
Existe una santidad que hemos recibido por el simple hecho de ser hijos de Dios, que explicitamos en el bautismo, y que recibimos continua y gratuitamente; y hay una santidad que debemos aumentar con nuestro esfuerzo. Cuando un padre deja una gran herencia a sus hijos también espera que la acrecienten. Pero yo nada puedo hacer crecer la Santidad de Dios. Se me pide solo que no deje crecer la cizaña, que arranque lo malo para que brille el Bien. Miguel Angel dijo que la escultura es el arte de quitar. Todas las otras artes se practican añadiendo algo: el color sobre la tela, en la pintura; una piedra a otra, en la arquitectura; un sonido a otro, en la música. Sólo la escultura se practica quitando, haciendo caer los pedazos inútiles, para que surja la obra de arte. El escultor no añade nada, sólo quita. Se cuenta de Miguel Angel que un día, paseando por un jardín de Florencia, vio un bloque de mármol informe, abandonado y semienterrado. Se paró de repente, como si hubiese visto a alguien. "En ese bloque- exclamó- está encerrado un ángel; quiero sacarlo". Y agarró el cincel. También Dios nos mira tal como somos, semejantes a aquel bloque de piedra tosco y anguloso y dice: "Ahí dentro hay escondida una criatura maravillosa; está la imagen de mi Hijo. Quiero sacarla a la luz". La Santidad también es el arte de quitar…
«Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2).
«Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef5,25-27).
La santidad es una vocación universal. Que Jesús realiza de manera sencilla: «Yo hago siempre lo que le agrada a Él» (Jn 8,29) Porque su voluntad era esencialmente buena se adhiere desde pequeño al sumo Bien. Y es connatural a Él puesto que, además, ha vivido en casa el ejemplo.
La santidad tiene una moneda pequeña: la virtud. En ese sentido la santidad es perceptible y “practicable”. No se trata de algo inalcanzable. Más bien es, o debe ser, el pan de cada día. En realidad la virtud es el patrimonio moral de la persona, lo que nos humaniza, lo que nos define como hombre o mujer plenamente realizado.
San José Manyanet afirma de modo contundente que Nazaret es escuela de virtudes. Por eso en Nazaret se encuentra “lo que quieres y tu corazón desea” (E.N. I,1). Por ser hijos de Dios alienta en nosotros esa “centellica”, como decía Eckart, esa luz divina que nos hace anhelar el bien. Porque no nos reconocemos si no es en la santidad.
¿Qué significa virtud? La palabra viene del latín virtus, que igual que su equivalente griego, areté, significa "cualidad excelente", "disposición habitual a obrar bien en sentido moral". Por decirlo de alguna manera es “tener el vicio de hacer el bien”. Aunque reservamos la palabra vicio para definir el hábito de hacer el mal, hoy en día, popularmente, la palabra vicio se aplica a cualquier cosa de la que uno no puede “desengancharse”: el vicio de comer chicle, de jugar con los dedos mientras atendemos…pues bien, enganchémonos al bien. Claro que la virtud se adquiere por aprendizaje, por eso hablamos de ser un virtuoso de la música, por ejemplo. Salvo excepciones, no se es virtuoso a los siete años porque todo bien requiere paciencia y, sobre todo, voluntad. Ese es el punto clave. La persona que aspira a la virtud es porque su voluntad es la que es buena.
Dios no nos deja sin un camino trillado para alcanzar la santidad. Lo admirable es que Dios reside, con toda Santidad, en una familia.
Por eso “atraídos por la exquisita fragancia de vuestras virtudes” (E.N. 1 v1) nos llegamos a Nazaret, escuela de virtudes, escuela de santidad. Hogar y Templo.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Cada brizna de pasto
tiene una angel que
se inclina y le susurra:
crece, crece...
( Talmud)

NAZARET, SEMILLA DE SANTIDAD


A lo largo de su predicación podemos constatar que Jesús ama de manera especial las imágenes que hablan de crecimiento. Si hacemos una lectura atenta de su predicación y en especial de sus parábolas, pronto descubrimos ese hilo conductor: Granos de mostaza, de trigo…¡incluso de cizaña! Talentos que se multiplican, agua que se convierte en bebida más valorada, masa que crece con la levadura, pescas abundantes…Su vida queda definida también con aquel “crecía en edad, sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres” que tanto ha fastidiado a algunos pensando que ya se podían haber esmerado un poco más los evangelistas y facilitarnos algún detalle.
Todo ser viviente tiende al crecimiento. No hay nada vivo que no sea creado para crecer. Tú también. La cuestión es en qué estás creciendo en este momento de tu vida. Puede que crezcas en seguridades, en bienestar, en tranquilidad. Y entonces, déjame decirlo, estás lejos del Reino. Pero puede que crezcas en paciencia, en entrega, en oración, confianza, solidaridad…y en ese caso vives en el Reino.
A veces sentimos curiosidad por saber cómo será esa realidad que llamamos “cielo”. Y quizá bastaría mirar nuestro corazón para descubrirlo. "He encontrado mi cielo en la tierra pues el cielo es Dios y Dios está en mi alma" (Sor Isabel de la Trinidad)
Dios está en semilla en tu corazón. Quizá por eso su primera palabra dirigida al hombre es : creced, multiplicad. Dios no nos da “premios finales” porque es imposible pensar que Dios, en su infinito amor, retenga algo de sí para más adelante. Él ya nos ha dado cuanto nos puede dar, Él ya se ha dado.
Tienes pues, “el cielo en tus manos”. De ti depende que germine y crezca sin que tú sepas cómo, noche y día, hasta que dé fruto (Mc 4).
Pienso que Dios te plantea dos retos: saber de qué es la semilla que ha plantado en nuestro corazón y buscar a nuestro alrededor testimonios de semillas que ya han dado fruto y son, quizá, altísimos árboles donde van los pájaros a posarse.
Mira, vuelve tus ojos al hogar de Nazaret. “Hágase”, exclama María. De José no guardamos palabras, solo acciones, hechos. Pero el evangelista subraya: era justo. “Yo debo estar en las cosas de mi Padre”, dice Jesús adolescente.
La semilla que Dios ha puesto en nuestro corazón es semilla de cercanía. Semilla que acorta, al crecer, la distancia entre mi persona y Dios. Semilla que me hace parecer cada vez más a Dios porque he nacido para ser como Él. El Cardenal Newman decía que la santidad es “llegar a ser lo que somos”. Es una de las definiciones de santidad más simples y más exactas.
Nos complicamos, nos enredamos y nos perdemos. María, José y Jesús tienen la madurez espiritual de no hacerlo. Ellos están a lo que están: el Padre. Único eje de sus actos, decisiones y afectos. El resto puede ser bueno pero relativo. Lirios del campo que hoy son y mañana no. Hierba que perece. Pájaros que caen y mueren.
La Sagrada Familia no vivió en un mundo ideal. A su alrededor había guerras, sangre, injusticia y miseria. Pero no cayeron en la trampa de desear que todo fuera perfecto. Miraron el mundo desde arriba, con los ojos de Dios. Y no se dejaron cegar por el mal sino que vieron en la hondura. Como decía Jung “Quien ve hacia afuera sueña, quien ve hacia adentro despierta”. Miraron hacia adentro, hacia la semilla-Dios. Y despertaron el mundo.
Nazaret es semilla de santidad. Las tres personas de ese Hogar alcanzaron su plenitud total. Ellos ya han dado fruto y fruto abundante. Pero el mensaje de Nazaret, el conocimiento de que la santidad es “estar en lo del Padre” todavía no ha germinado en el mundo. Nazaret sigue siendo aún una semilla; se ve ya una brizna pero aún no se adivina el árbol que llegará a ser.
Pero incluso de ese brote aprendemos que sólo la santidad da respuesta a nuestros deseos más profundos. Que es ella nuestro auténtico deseo y la única fuente de unificación que nos hace felices. Porque “El nos ha elegido antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, en el amor” (Ef. 1,4).