jueves, 21 de julio de 2011



LOS DEFECTOS DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ


Durante muchos años hemos vivido, creo, de un cliché estático de las tres figuras de Nazaret. Aunque parezca sorprendente quizá el que ha escapado más al cliché es Jesús: lo vemos gozoso, lo vemos llorar la muerte de un amigo, enfurecerse con los vendedores del Templo, acariciar niños...En cambio a María, la Llena de Gracia, la concebimos así, siempre llena, siempre en plenitud. Como si se hubiera quedado en el momento de la Anunciación, ese que podríamos llamar su “momento fundante”. O la vemos en la cruz, dolorosa y fiel. A José lo llamamos – cuando nos acordamos- el varón “justo”. Y ya.
Leí recientemente un artículo que me hizo mucho bien porque desmontaba paso a paso una idea que tenemos muy arraigada: la santidad equivale a perfección. Y parece, decía el autor, que ser santo es algo tan simple como dejar pasar la Luz de Dios a través de tu vida, con la psicología que tengas. De la misma manera que un vino excelente puede beberse en una copa de cristal de bohemia o en una copa comprada en un bazar, Dios se sirve de toda persona para manifestarse. Ha habido santos impacientes, con mal genio, tozudos...ha habido santas que somatizaban sus angustias, hipersensibles o excesivamente temerosas o audaces. Y murieron con esas particularidades, con esos defectos que eran propios de su psicología. Pero fueron santos.
Imaginar que José, María y Jesús no tienen sus fallos humanos, sus “defectos” es negarles, en cierto modo, la posibilidad de ser humanos. Si el verbo de Nazaret es “crecer” y ya desde el principio son “perfectos”...¿no nos estamos alejando de entender radicalmente que Dios se hizo carne? ¿que Dios acepta ser sujeto de perfección, que María y José tienen un camino que andar? Tener defectos es propio de la naturaleza humana y es, también, camino de santidad. Asumir los propios y los ajenos nos hace semejantes a Dios, nos acerca a su corazón misericordioso.
Me impresionó que Rita Levi-Strauss, premio Nobel de medicina, hiciera, hace muchos años, un serio y científico elogio de la imperfección. Según ella, sólo las especies que nacieron casi perfectas no han evolucionado. El escarabajo de hoy día es un organismo igual al del escarabajo de hace millones de años. En cambio, continua la científica, la persona ha evolucionado muchísimo desde su aparición en la tierra. Porque no era perfecta. Así que, con todos los respetos, como no pienso tratar a la Sagrada Familia como una especie casi perfecta incapaz de evolución he reflexionado sobre sus defectos. No es incompatible con la concepción inmaculada de María y José el pensar que la Virgen pudiera ser impaciente, que José pudiera estallar a veces y que el Niño Jesús, tres veces santo, pudiera ser tozudo como una mula. ¡Qué poco respeto, dirán algunos! Pero imaginarlos asumiendo también su fragilidad humana me reconcilia con la mía y aleja de mí la tentación, tan frecuente, de calibrar si voy mejorando o no, si supero o no ciertos límites, defectos o debilidades.
Hace muchos años me dijo un sacerdote: moriremos inmaduros. Me pareció un afrase bonita. Hoy, cada vez la descubro, la sé más cierta.
Pero lo importante es que aún con defectos, ni José ni María ni Jesús obstruyeron nunca la Luz. Ellos fueron el ventanal por el cual entró Dios a raudales. Y, siguiendo la imagend e ese artículo que tanto me gustó, la Luz puso de relieve sus desconchones humanos. Por algo, y no sólo por temor santo de Dios, habla María de su pequeñez.
Es posible imaginar pues que María pudiera ponerse nerviosa con lo que le costaba a José cobrar un encargo, un trabajo realizado. La vemos enfadada cuando el niño desobedece y se queda en el Templo. Cabe pensar que José se pelearía alguna vez con Dios, que tan complicada carga le había encargado custodiar.
El evangelio dice muy claro que Jesús crecía. Maduraba, vencía defectos y límites. Pulsiones, tendencias y sombras. Dice también que María no entendía y meditaba esas cosas en su corazón. ¿Pediría alguna vez cuentas a Dios?
Lo cierto es que nada de esto está reñido con la santidad. La santidad se acerca al concepto de plenitud; tanto da, decía Teresa de Lisieux, si eres un vaso como un dedal. Los tres son personas plenificadas. Se saben tierra sagrada de Dios y, por lo mismo, se aman y aceptan tal cual son.
Los tres dicen habitualmente, como Jesús en Getsemaní: no mi voluntad sino la tuya.
¡Qué buena noticia pues la de Nazaret!
No tengo que ser un vaso perfecto, una ventana nueva, una tierra sin un pedrusco...Basta que me deje llenar de Dios, que deje pasar su Luz, que me deje sembrar por Él.
Que no me pide la perfección sino la santidad.

martes, 19 de julio de 2011



IMÁGENES DE NAZARET: LA LEVADURA



En las casas se ve poco la levadura. Antes, cuando el pan se amasaba en cada hogar era de uso frecuente. María lo usó en muchas ocasiones ante los ojos asombrados del niño Jesús que pareció aprender para siempre la lección de la enorme capacidad que tiene lo pequeño para transformar lo grande.
Nazaret es levadura del mundo, sí. Pero si nos fijamos en el aspecto externo de la levadura no podemos decir que revista especial belleza. Es algo insignificante y de hecho son hongos microscópicos unicelulares, aunque eso, desde luego, no lo sabía Jesús. Esos pequeños hongos tienen una enorme fuerza interior para fermentar; pero ese proceso ocurre al descomponerse, al “morir”. La idea de morir para dar fruto, para resucitar, para nacer a nueva vida la aprendió Jesús en su hogar desde muy pequeño y con cosas y hechos muy simples que él leyó como Palabra de su Padre. En efecto, ante los ojos de Jesús niño ocurría el milagro diario: su madre hacía una masa e introducía un poquito de levadura. En realidad, había dos milagros:el del fermento de la masa y el hecho de que Jesús niño se percatara de un milagro tan chiquito y aprendiera así, para siempre, cual es el estilo del Padre. Pareciera que, definitivamente, Jesús se enamoró en Nazaret de lo pequeño.
Lo pequeño, lo anónimo, lo irrelevante – los niños, la sal, el grano de mostaza, la levadura...- le sirve a Jesús, en su vida adulta, para explicar la grandeza del Reino. Un Reino que, sin lugar a dudas, es hogar.
El hogar de Nazaret es hogar de pequeños. María lo proclama en su Magnificat: ha mirado la pequeñez de su sierva. De estas palabras se hará eco Jesús en lo que conocemos también como su Magnificat: el Padre ha escondido estas cosas – las de Dios- a los sabios y las revela a los pequeños, a los humildes. José, simplemente, actuará como niño que se abandona en su Padre.
El hogar de Nazaret es levadura del mundo.La levadura no es fea, es común, anodina. Su enorme fuerza está en lo interior. Y para que esa fuerza se revele hay una condición: debe ocultarse. Oculta pero no inactiva. Así es la vida de Nazaret.
Normalmente vivimos buscando el protagonismo, alejándonos de Nazaret al pretender que nuestra opinión sea valorada, que nuestros hechos sean aceptados y aplaudidos. Desde ese paradigma nuestra vida se convierte en la semilla que cae en terreno pedregoso: estéril y destinada a la muerte.
Ser de Nazaret es reconocer que Dios es levadura, potencia omnipotente. Él es quien transforma el mundo, quien acrecienta el bien, sostiene la espernaza, anima al decaído, fortalece al débil, apaga la sed el caminante. Él está haciendo germinar, Él fermenta nuestro corazón hasta ensancharlo, acrecentarlo, expandirlo.
¿Tenemos la mirada limpia de Jesús para darnos cuenta del milagro diario que sucede en nuestras vidas y en nuestro mundo?
Si el hogar de Nazaret se convirtió en levadura del mundo que aún hoy sigue actuando es porque los Tres dejaron que Dios introdujera en su ser la levadura de la divinidad. Y así, los Tres se convirtieron en la más viva imagen de la Trinidad del Cielo.
Es eso lo que ocurre: Dios no se impone, no fuerza. Pero una vez se le abren de par en par las puertas del corazón...nada vuelve a ser igual.
La Belleza, esplendor de la Verdad, empapa las vidas de quienes van por el mundo, como Jesús, María y José, con Dios en su corazón. Son vidas luminosas en las que Dios, oculto pero no inactivo, actúa incluso cuando no se percibe.
Vayamos a Nazaret. Allí se aprende el valor infinito de lo pequeño, de lo anónimo, de lo común.