Bienaventurados los que lloran porque serán consolados (Mt 5,4)
Es posible que Jesús, al proclamar esta bienaventuranza, pensara, sí, en tanta gente que sufre y sufrirá. Pero no tengo duda alguna de que también pensaba en su Padre, “Dios de todo consuelo” (2Cor ); Él sabía bien que también necesita ser consolado por tantos hijos que se le van de casa, por tanta ingratitud ante sus dones, por tanta indiferencia...
Sabemos por experiencia humana que la lejanía, la frialdad de la persona que amamos lacera nuestro corazón. Sabemos que también un proyecto de vida que se rompe nos deja en pleno desconsuelo. Rotos por dentro aunque caminemos, sonriamos y trabajemos. Y Dios cuyo amor es mil veces más ardiente que el mío, cuyo sueño y proyecto al crear el mundo ha sido tantas veces despedazado...¿Dios no llora? ¿Dios no necesita consuelo?
Imagino cuánto agradecería Dios el gesto de la Verónica, No pudo hacer más que enjugar el rostro de Jesús en su largo vía crucis. Fue un pequeño gesto de consuelo que, sin embargo, devolvió a Jesús toda su dignidad.
Nazaret es, esencialmente, ámbito de consuelo divino. En Nazaret viven y a Nazaret van todas aquellas personas que quieren ser el consuelo de Dios. Porque Dios necesita ser consolado por tanto niño hambriento, por tantos hombres y mujeres humillados, por tanta indignidad. Dios se duele con nosotros y también Él, de quien proviene todo consuelo, grita pidiendo consuelo. Él nos ha consolado siempre como una madre consuela a sus hijos (Is 66,13) pero nos consuela en nuestra adversidades para que nosotros sepamos hacer lo mismo con los que pasan por alguna tribulación (2Cor 1,4)
Los primeros, los únicos en captar que Dios es vulnerable, que Dios es un ser indigente y necesitado de alivio fueron María y José. Y así lo enseñaron a Jesús. La vida de los Tres cobraba sentido cuando, a pesar de no entender, intuían que su “sí”era un alivio para Dios. Seguro que no lo pensaron así pero aquel taller de Nazaret fue el único espacio capaz de secar las lágrimas de Dios que había visto roto su sueño de un Paraíso porque Adán y Eva ya no vivían en el. Nazaret es el nuevo Edén, la escuela de la nueva humanidad y en esa escuela se aprende a consolar a Dios.
Ese aprendizaje aleja de la imagen del Dios todopoderoso, del Dios que todo lo da porque sólo Él es el Fuerte. Ese aprendizaje invierte nuestra relación con Dios. La oración de súplica se convierte en otro tipo de súplica que sólo algunos místicos han descubierto. Aquellos que se levantan cada día y preguntan a Dios qué pueden hacer por Él, esos son los auténticos hijos de Nazaret. En realidad sólo existe el amor de retribución pues aún cuando una persona ame a Dios con todo su ser, alma y cuerpo, ese amor sólo es un don más de Dios. ¿Se le puede dar algo a Dios? Quizá la respuesta sea tan simple como eso: que nuestro amor sea para Él un consuelo infinito...
Quienes me lean podrán decir al final si lo que digo es o no un desatino. Porque yo creo que para ser consuelo de Dios hay que ser algo “discapacitado para el mundo”. Hay que abajarse, hacerse pequeño, atender el detalle. Contar poco. Quizá, no contar nada. Y eso está muy lejos del corazón soberbio y engreído. Por eso dice Jesús: “ay de vosotros los ricos: ya habéis recibido vuestro consuelo!” (Lc 6,24)
La discapacidad para triunfar en el mundo, para tener un éxito arrollador no es lo que nos hace de Nazaret. Lo que nos hace de Nazaret es tener la desfachatez de no concederle importancia, de no buscarlo. Es más: de atrevernos a rechazarlo. Entonces nuestros sentidos se abren a lo esencial y vemos al hermano herido, a la vecina llorosa, a la joven triste y acongojada.
Hace más de treinta años conocí a Cipri. Un día en el que yo estaba muy abatida fui a su casa con varios amigos. Por el trayecto hablamos de todo, hicimos broma, nos tomamos el pelo. También yo, aunque estaba, no recuerdo el motivo, muy afligida. Al llegar a casa de Cipri toqué el timbre y abrió él. Pero ya no me dejó pasar. Quería saber qué me pasaba, porqué estaba tan triste. Aún hoy, su gesto es un bálsamo para mi corazón. Cipri era un joven discapacitado y su casa era una residencia para chicos como él. Pero yo había caminado con chicos “normales” durante un buen rato, chicos y chicas que han triunfado en su profesión y nadie me consoló, nadie vio ni siquiera mi tristeza. Sólo aquel que “no valía”.
Cipri es de Nazaret. Cipri obedecía la voz de Dios que dice: “Consolad, consolad a mi pueblo...habladle al corazón...” (Is 40,1-2) Muchos años antes lo había hecho la Sagrada Familia. José fue consuelo para María cuando buscaban posada, cuando huían hacia Egipto. María consoló a José en su noche turbada con su silencio confiado, lo consoló porque fue un bálsamo en su vida. Jesús consoló a la samaritana de su sed profunda, al ciego de su oscura noche, al sordo de su aislamiento y soledad. Y porque los tres recreaban el Paraíso originario, Dios posaba cada día su mirada en ellos para recibir el consuelo con el que consolar a sus hijos. La Buena Noticia de Nazaret es que Dios nos necesita.
¿Qué hicieron de especial María y José para consolar y enseñar a Jesús a ser el Consuelo de Israel? (Lc 2,25)
Miremos a los Tres y hallaremos una lección de compañía, de cercanía en la cruz. Aprenderemos de ellos el silencio que nos posibilita escuchar y la palabra que habla al corazón. Aprenderemos a abrazar, a acoger en nuestros brazos. Jesús tocó muchas veces a aquellos que nadie tocaba. Y se dejó tocar. Sabremos que nuestro cuerpo es también capaz de cercanía, de consuelo, de comunión.
En un mundo que llora es preciso crecer en la espiritualidad del consuelo. Nadie evitará a nadie la cruz. Pero sí podemos ser Cirineos y Verónicas. Mejor aún: seamos Nazaret, ámbito donde puede germinar el Nuevo proyecto de Dios.
jueves, 15 de julio de 2010
NAZARET, ESPIRITUALIDAD DEL CONSUELO DIVINO (IV)
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