Esta mañana he guardado los múltiples belenes que habíamos puesto en casa. Tanto que me gusta montarlos y qué poco me apetece guardar, envolver, etiquetar…
Mientras iba guardando, se han impuesto dos reflexiones: me gusta sacar las figuritas de sus cajas porque es como si todo estuviera por estrenar, como si sacara de las cajas la ilusión, el deseo de acercarme a Dios, de ofrecerle algo…en cambio cuando las guardo hasta el año que viene es como si se cerrara ese paréntesis que la Navidad abre: tiempo de Gracia, de amor, de buenos propósitos… las figuritas de belén despiertan en mí lo mejor de mí misma, por eso no me gusta guardarlas. Quiero caminar siempre hacía Él.
Caminar…esa es la segunda reflexión. Las figuras del belén no caminan, permanecen hieráticas. Llevan en sus manos dones y ofrendas, si son buenas tienen una sonrisa entrañable en la cara pero…no caminan. Una peana, cubierta muchas veces con el musgo o la tierra, les impide avanzar. La necesitan para sostenerse pero a la vez les impide llegar a dónde están llamados: al portal.
Pienso que muchas veces en la vida somos como esas figuras. Tenemos mil cosas para ofrecer a Jesús, incluso las queremos dar con gozo…pero muchas peanas nos paralizan. Y nos quedamos así, lejos del pesebre, mirándolo sin llegar nunca a él. Con nuestros frutos, el cordero o la cesta de huevos que nunca llegamos a dar porque nuestros pies están clavados en una peana.
Peana del prestigio, del activismo, de los afectos, de la mediocridad…Puede que sean incluso peanas buenas: familia, trabajo, familia religiosa, parroquia…Pero al absolutizarlas nos retienen, nos poseen. Y nos paralizan.
No sé cómo puede ser un pastorcillo sin peana. Seguro que se cae más de una vez. Pero le pido a Dios, al comenzar el 2011, que me quite la peana. Y aunque quede algo inestable y caiga muchas veces…que me pille la Navidad futura ante el portal. Ofreciéndole todo lo que soy y tengo. Especialmente mis caídas al caminar hacia Él.
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