Si el conocimiento humano se alcanza a través de los sentidos, qué duda cabe que el conocimiento de Dios recorre otros caminos por los que, sin embargo, deben peregrinar nuestros sentidos. Ellos se muestran pobres, deficientes para alcanzar la sabiduría divina pero, paradojicamente, sólo si los conducimos por el camino del Misterio se purifican, transfiguran y nos alcanzan otra mirada: la de la fe.
“Dudan los sentidos
y el entendimiento,
que la fe lo supla”
Es el maravilloso "Tantum ergo" que cantamos mirando un pan que ya no es pan sino Presencia.
Para quien vive en Nazaret es preciso dejar que Jesús María y José eduquen los propios sentidos. En ese hogar santo se entra con alma de discípulo, corazón de enamorado, respeto de hijo y libertad que se entrega. Ellos, los Tres, mirarán mis huesos resecos, y me preguntarán como en la visión de Ezequiel:
- “¿podrán revivir estos huesos?” (Ez 37,3)
Y si me abandono, si dejo que los Tres reeduquen mi mirada torcida, mi paladar hastiado, mi oído endurecido, mi tacto insensible, mi olfato deficiente, si me entrego como Desideria, si doy mis sentidos, seré recreada. Y nacerá una nueva persona
Sólo entonces podremos decir:
“Os anunciamos a Aquel que existía desde el principio, a Aquel que hemos oídos, a Aquel que nuestros ojos han visto, que hemos contemplado y tocado con nuestras manos. Os hablamos del que es la Palabra de vida” (1Jn 1,1)
VER
¡Cuánto miramos y qué poco vemos! Nuestros ojos necesitan colirio (Ap 3,18) para poder ver, contemplar, atisbar el Misterio que se desgrana día a día en nuestras vidas. Lo primero, lo esencial, lo que se aprende con tan solo curzar el umbral de Nazaret es que Dios nos mira. Y esa mirada nos da conocimiento interno, aceptación, gozo desbordante. María es la primera en cantar: “Ha mirado la pequeñez de su esclava” Tantos complejos, tantos corazones heridos, encontrarían su sanación si se sintieran mirados por Dios. Porque el mirar de Dios es amor. Y cuando nos miran con amor la vida se fortalece en nosotros, nos sentimos amados y somos capaces de amar. Es más: aprendemos a mirar como Él que es lo que José y María hicieron siempre.
En los relatos evangélicos aparece con frecuencia el tema de la mirada.Los apóstoles tienen los ojos cansados en momentos de crucial importancia: en el Tabor, en Getsemaní. Se duermen. Dan ganas de sacudirlos si no fuera porque son nuestro vivo reflejo. También nosotros andamos adormilados, mirando sin ver. Nazaret es mirada atenta a la pequeñez que revela la Gloria del Padre. Es saber ver los lirios del campo, las aves del cielo, el caminante que necesita un vaso de agua, el leproso que pasa.
Y sólo ve, quien vive en la Luz. Esa Luz que no se ve pero nos envuelve – lo queramos o no- se levanta vencedora sobre las tinieblas. Cuando abrimos el periódico, cuando vemos las noticias, parece mucho el poder de las tinieblas. Ante tanto poder un hogar, el de Nazaret, se convierte en faro ético para todo el mundo, también para los no creyentes.
Los evangelistas también nos hablan de ojos cerrados, los de los ciegos. Imagino que Jesús pasaría ante muchos ciegos. Pero sólo alguno gritó con fuerza: ¡Señor, que vea!
Esa es la pregunta que me hará José, que me hará María o Jesús: ¿deseas realmente ver? Porque ver no es cómodo y menos ver “desde Nazaret”. Porque en Nazaret se aprende a mirar lo que es invisible para el mundo, se aprende a ver a los que no aparecen, no cuentan, no existen. Nazaret, qué duda cabe, complica la vida si te lo tomas en serio. No es una devoción más. Es encarnación, redención.
En Nazaret no valen los ojos cerrados ni cansados. La voz de Jesús es exigente: velad. No durmáis porque no se puede dormir ante este mundo. El juicio final que relata Mateo es un juicio a nuestra mirada sobre el mundo: ¿cuándo te vimos hambriento, desnudo, enfermo, en la cárcel, sediento, forastero...y no hicimos nada? (Mt 25, 1)
Fijémonos en quiénes saben ver a Jesús: unos pastores, gente maleante y de poco fiar. Unos sabios extranjeros, gentiles despreciados por el pueblo elegido. Unos ancianos, Simeón y Ana. Y pocos más. Ni autoridades religiosas, ni grandes personajes, con alguna gloriosa excepción: Nicodemo que va “de noche” a “ver”. En estos personajes se hace vida la frase de Gregorio de Niza: “La verdadera visión de Dios consiste en esto: que quien levanta los ojos hacia Él nunca más deja de desearlo porque su Ser es inaccesible”. Todos nuestros sentidos están comunicados y “ver” a Dios nos produce una sed que no se apaga. Y que nos cambia porque nos hace ya eternos buscadores.
No importa si nuestra oración es reseca, si nuestra vida se mueve en la rutina. No importa si creemos estar ciegos y vivir en perenne noche. Basta que aliente en nosotros el deseo de verle:
“Veante mis ojos...pues sólo para ti quiero tenellos”
Fijos los ojos en Jesús descubrimos a su lado a José y María. Si los fijamos en María, descubrimos a Jesús y José. Si los fijamos en José, descubrimos a Jesús y María.
Y, sobre todo, descubrimos con cuanto amor me miran a mí, nueva Desideria.
y el entendimiento,
que la fe lo supla”
Es el maravilloso "Tantum ergo" que cantamos mirando un pan que ya no es pan sino Presencia.
Para quien vive en Nazaret es preciso dejar que Jesús María y José eduquen los propios sentidos. En ese hogar santo se entra con alma de discípulo, corazón de enamorado, respeto de hijo y libertad que se entrega. Ellos, los Tres, mirarán mis huesos resecos, y me preguntarán como en la visión de Ezequiel:
- “¿podrán revivir estos huesos?” (Ez 37,3)
Y si me abandono, si dejo que los Tres reeduquen mi mirada torcida, mi paladar hastiado, mi oído endurecido, mi tacto insensible, mi olfato deficiente, si me entrego como Desideria, si doy mis sentidos, seré recreada. Y nacerá una nueva persona
Sólo entonces podremos decir:
“Os anunciamos a Aquel que existía desde el principio, a Aquel que hemos oídos, a Aquel que nuestros ojos han visto, que hemos contemplado y tocado con nuestras manos. Os hablamos del que es la Palabra de vida” (1Jn 1,1)
VER
¡Cuánto miramos y qué poco vemos! Nuestros ojos necesitan colirio (Ap 3,18) para poder ver, contemplar, atisbar el Misterio que se desgrana día a día en nuestras vidas. Lo primero, lo esencial, lo que se aprende con tan solo curzar el umbral de Nazaret es que Dios nos mira. Y esa mirada nos da conocimiento interno, aceptación, gozo desbordante. María es la primera en cantar: “Ha mirado la pequeñez de su esclava” Tantos complejos, tantos corazones heridos, encontrarían su sanación si se sintieran mirados por Dios. Porque el mirar de Dios es amor. Y cuando nos miran con amor la vida se fortalece en nosotros, nos sentimos amados y somos capaces de amar. Es más: aprendemos a mirar como Él que es lo que José y María hicieron siempre.
En los relatos evangélicos aparece con frecuencia el tema de la mirada.Los apóstoles tienen los ojos cansados en momentos de crucial importancia: en el Tabor, en Getsemaní. Se duermen. Dan ganas de sacudirlos si no fuera porque son nuestro vivo reflejo. También nosotros andamos adormilados, mirando sin ver. Nazaret es mirada atenta a la pequeñez que revela la Gloria del Padre. Es saber ver los lirios del campo, las aves del cielo, el caminante que necesita un vaso de agua, el leproso que pasa.
Y sólo ve, quien vive en la Luz. Esa Luz que no se ve pero nos envuelve – lo queramos o no- se levanta vencedora sobre las tinieblas. Cuando abrimos el periódico, cuando vemos las noticias, parece mucho el poder de las tinieblas. Ante tanto poder un hogar, el de Nazaret, se convierte en faro ético para todo el mundo, también para los no creyentes.
Los evangelistas también nos hablan de ojos cerrados, los de los ciegos. Imagino que Jesús pasaría ante muchos ciegos. Pero sólo alguno gritó con fuerza: ¡Señor, que vea!
Esa es la pregunta que me hará José, que me hará María o Jesús: ¿deseas realmente ver? Porque ver no es cómodo y menos ver “desde Nazaret”. Porque en Nazaret se aprende a mirar lo que es invisible para el mundo, se aprende a ver a los que no aparecen, no cuentan, no existen. Nazaret, qué duda cabe, complica la vida si te lo tomas en serio. No es una devoción más. Es encarnación, redención.
En Nazaret no valen los ojos cerrados ni cansados. La voz de Jesús es exigente: velad. No durmáis porque no se puede dormir ante este mundo. El juicio final que relata Mateo es un juicio a nuestra mirada sobre el mundo: ¿cuándo te vimos hambriento, desnudo, enfermo, en la cárcel, sediento, forastero...y no hicimos nada? (Mt 25, 1)
Fijémonos en quiénes saben ver a Jesús: unos pastores, gente maleante y de poco fiar. Unos sabios extranjeros, gentiles despreciados por el pueblo elegido. Unos ancianos, Simeón y Ana. Y pocos más. Ni autoridades religiosas, ni grandes personajes, con alguna gloriosa excepción: Nicodemo que va “de noche” a “ver”. En estos personajes se hace vida la frase de Gregorio de Niza: “La verdadera visión de Dios consiste en esto: que quien levanta los ojos hacia Él nunca más deja de desearlo porque su Ser es inaccesible”. Todos nuestros sentidos están comunicados y “ver” a Dios nos produce una sed que no se apaga. Y que nos cambia porque nos hace ya eternos buscadores.
No importa si nuestra oración es reseca, si nuestra vida se mueve en la rutina. No importa si creemos estar ciegos y vivir en perenne noche. Basta que aliente en nosotros el deseo de verle:
“Veante mis ojos...pues sólo para ti quiero tenellos”
Fijos los ojos en Jesús descubrimos a su lado a José y María. Si los fijamos en María, descubrimos a Jesús y José. Si los fijamos en José, descubrimos a Jesús y María.
Y, sobre todo, descubrimos con cuanto amor me miran a mí, nueva Desideria.
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