EVANGELIO DEL DECIMOTERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
LA HEMORROÍSA Y LA HIJA DE JAIRO
A veces me resulta
paradójico caer en la cuenta de que a medida que mi oración se va haciendo más silenciosa, mi
corazón se va poblando de nombres. Hay días, más cansados, más rutinarios, más
dormidos, en los que no tengo nada que decirle a Dios. Sólo estoy con Él. Y
entonces dejo que lea los nombres que llevo escritos en mi corazón.
Hoy, leyendo el
evangelio de este domingo, el precioso texto de Marcos que nos relata la curación
de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 21-43) han
saltado dos nombres entre todos para presentarlos a Dios. Este final de curso
tan lleno y a la vez tan agobiado, por muchos factores externos a mí, Dios me
ha regalado el testimonio de muchas personas que buscan sinceramente a Dios,
que lo buscan a oscuras o a media luz, que lo buscan diciendo que no lo
entienden, que no saben si creen, que lo añoran…Para mí siempre es un don poder
hablar con un buscador de Dios.
Quisiera hablar a estos
dos buscadores sobre el evangelio de hoy. Tanto la niña que muere, la hija de
Jairo, como la mujer que sufre pérdidas de sangre son un reflejo de almas
buscadoras. Centrémonos en la mujer que pierde sangre. La sangre es principio
de vida y esta mujer anónima hace muchos años, doce, que pierde la vida
instante a instante. Ha recurrido a toda clase de tratamientos y sólo ha
conseguido empeorar y arruinarse. Esa mujer encarna el corazón que ha quedado
herido en algún recodo del camino de la
vida y lleva tiempo desangrándose. Una mala experiencia, un dolor no superado,
una profunda decepción… ponen en juego, con frecuencia, los cimientos del corazón; a muchos se les
pierde la esperanza, la confianza en las personas…a otros se les va diluyendo
la fe…Hay un conducto por el cual la vida se escapa y nos deja débiles,
enfermizos. La primera reacción puede ser la de buscar remedios que nos evaden,
nos enajenan. Hasta que percibimos que no hay nadie que pueda curarnos sino Dios.
Y comienza un lento retorno a su persona, a su trato. Un retorno que, muchas
veces, se hace como lo hace la mujer: acercándose por detrás. Tocar la orla de
su manto, sólo eso. Mientras se cree tener poca fe, mientras se cree vivir a
oscuras, haber perdido el “derecho” a ver su Rostro…los demás, los que
asistimos a esa búsqueda, somos conscientes de que estamos ante un corazón que
tiene tanta fe como para acercarse a Dios sin grandes exigencias, sin “grandes
anhelos”. Basta ir por detrás.
Llegarle a Jesús por
detrás…¡qué camino de excelencia espiritual! “Acercarse por detrás” supone en primer lugar, acercarse. Salir de
mi estadio habitual y hacerme “próximo a”. Dios quiere hacernos el bien, quiere
sembrar mi vida de luz. Sólo me pide cercanía. No pide perfección, una fe sin
fisuras ni dudas, una personalidad desbordante o una caridad excepcional. Pide
cercanía. Me quiere a su lado. Sólo así podrá obrar, sanar mi corazón herido, ser
mi luz… ¿me acerco a Jesús?
Situarse detrás es ya
un acto explícito de una virtud que es espacio propicio para la santidad: la humildad. La mujer no busca
protagonismo, no explica, no habla. ¡Ni tan sólo pide que Jesús la mire! A
veces nos parece que los grandes ejemplos de esa fe que no alcanzamos son
personas que viven sabiéndose miradas por Dios. Hoy, el evangelio nos propone
otra situación que nos es válida para esos momentos en que parece que hemos
perdido el norte, para esos tramos de la vida en que uno se pregunta dónde está
Dios. Porque puede que no nos permita ver su rostro, puede que no sintamos
consolación en la oración, puede que la duda nos atenace…pero siempre podemos
poner el pie donde Él lo puso. Porque ir detrás es la actitud del discípulo que
sigue. Y eso basta: seguir a Jesús.
Pero la cercanía con
Jesús, sana. La orla de su manto, el conducto por el cual nos llega la
sanación, puede ser una conversación, un
amigo, un testimonio, una vuelta a los sacramentos, a la oración, un dolor…¡tantas
cosas! Habrá momentos en que no “veamos” a Jesús. Pero siempre tenemos a
nuestro alcance…la orla de su manto.
La otra mujer, niña
aún, está aparentemente muerta. Como tantas “fe” que parecen no latir, no
llenar de vida la propia existencia. Pero interviene, sanador como otra orla de
manto, el amor del padre. El padre se moviliza cuando su niña está “en las
últimas”. Y solicita de Jesús dos cosas: Ven. Tócala. Y Jesús va pese a que, en el último momento,
llega la noticia triste: la niña ha muerto. Sabemos que le dieron la noticia al
padre…pero Jesús oyó. Muchas veces ocurre así: no le damos la noticia a Dios de
nuestra vida, se la contamos a un amigo, a la mujer, al esposo, al sacerdote…pero
Dios oye igualmente y como, por suerte, no tiene nuestros criterios el hecho de
que Él no haya sido informado directamente no le impide hacernos el bien. Más a
fondo, este jefe de la sinagoga que se acerca a Jesús es todo un reconocimiento
del Antiguo Testamento que se inclina ante el Mesías prometido.
Jesús le dice a Jairo:
no temas, basta que tengas fe. Siempre decimos que el mandato de Jesús es el
amor pero para amar, como para tener fe, hay que ahuyentar todo temor. Por eso
Jesús, a tiempo y a destiempo insiste: no temas, no tengan miedo…Se lo dice
incluso a María, a José. Y lo repite hasta la saciedad. ¿Por qué prestamos tan
poca atención al mandato de Jesús de no temer? Un corazón temeroso no puede
amar, no puede creer. Sobre todo, no puede ser feliz. Cuando nos protegemos,
cuando porque nos hirieron una vez, nos replegamos, cuando calculamos…nos
alejamos de la propia felicidad. Dios nos quiere valientes, con la osadía de
quien sabe que su Padre cuida de los pajarillos, de los lirios del campo… ¿qué
puede entonces pasarme a mí? La fe es incompatible con el temor. Y Jairo cree…por
amor a su hija, a quien quiere viva. A Jesús no le importan los motivos de
nuestra fe, ya nos dará tiempo después para purificarla. También el hijo
pródigo vuelve a casa por motivos oscuros pero recibe el abrazo y la fiesta,
que no merecía, desde luego. Pero es que, básicamente, Dios es “raro”. Es
decir, distinto de nosotros.
Jesús coge a la niña de
la mano. Quizá este domingo tengamos que decir: “agárrame, Señor” Sólo si me
reconozco débil Dios podrá desplegar el poder de su Salvación. Por eso resulta “tonta”
la imagen de fuertes que nos creamos. Odiamos parecer débiles, cuando la
debilidad asumida es orla de manto que sana.
Este domingo partamos
de nuestra propia situación para dejar actuar a Dios. Que no se nos escape la
vida, que no la dejemos morir. Y hagamos caso del mandato casero de Jesús: dar
de comer. Alimenta tu corazón, tu fe, tu interioridad. Dale cada día de comer.
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