LA ÓPTICA DE NAZARET O LA GRACIA DE VER EL MUNDO COMO LO VE DIOS (II)
Todos los evangelistas
citan Nazaret. Ello indica que el hecho de que la Encarnación del Hijo de Dios
tuviera lugar en Nazaret va a constituir para siempre la piedra angular sobre
la que se asentará el mensaje de Jesús. Nazaret es la óptica desde la cual Dios
aprende a ser persona.
Hoy por primera vez se
reivindica no una Iglesia nacida en Jerusalén sino una Iglesia nazarena[1].
Nazaret lleva el sello de la autenticidad, de una autenticidad que hoy se
precisa más que nunca. Aunque todos los evangelistas citen Nazaret es Lucas
quien, alejándose precisamente de este pueblo santo, como aquel que se aleja de
un cuadro precioso para lograr la perspectiva adecuada, nos da la clave de lo
que se vive y se hace en Nazaret: “estar
en las cosas del Padre” (Lc 2,49). En la escena, que tiene lugar en
Jerusalén, Lucas condensa la espiritualidad de Jesús, María y José, la
espiritualidad no tan sólo de todo cristiano sino de todo creyente: estar en las cosas del Padre. Y si bien
la escena transcurre en la Ciudad Santa, constituye un programa de vida el
hecho de que Jesús, tras dejar clara su misión, de la que ya ha tomado plena
consciencia, no permanezca en el Templo dedicado a escudriñar las Escrituras: con la misión de
estar en las cosas del Padre, regresa a Nazaret. Allí escudriñará la presencia
de Abbá Dios en todas las cosas, en todos los hechos, en todas las personas. La
santidad de Dios no necesita Templo porque el mundo es Templo de Dios.
Los verbos que utiliza
el evangelista para indicar el regreso de Jesús a su aldea natal son programáticos:
descendió, bajó a Nazaret. Y allí les
estaba (a José y María) “sometido”.
Víctor Codina dice en su precioso libro que “si
queremos hallar a Jesús, hemos de ir a Nazaret; si la Iglesia quiere ser fiel a
Jesús, ha de ser una Iglesia nazarena, no davídica; y puesto que el mundo de
los pobres entre los que se encarnó Jesús en Nazaret tiene una especial
densidad humana y teológica para comprender la Palabra de Dios, la misma
teología ha de ser nazarena”[2]
Tenía que ser una voz
autorizada en el campo de la teología la que
señalara que vivir en Nazaret, ir a Nazaret espiritualmente, no es un
gesto devocional sino un gesto teológico. Es más, es el gesto que nos hace
cristianos porque sólo sumergiéndonos en la atmósfera de Nazaret podemos
vislumbrar el Misterio de la Encarnación, el Misterio de la Redención. Y
podemos aprender el estilo de quienes hicieron posible el milagro para
continuar haciéndolo pues la encarnación sigue realizándose hoy.
No obstante, me gustaría
subrayar que si hoy ya hay teólogos que citan Nazaret como ámbito teológico –y
no sólo geográfico-ello se debe a que muchos fieles y bastantes santos, entre
ellos Manyanet, han tenido la intuición, el sensus
fidei, de clavar su mirada en Nazaret para poder seguir a Jesús desde la
autenticidad.
La óptica de Nazaret,
la mirada de María, José y Jesús es “estar
en las cosas del Padre”. La centralización del Padre en mi vida nos permite
conocerlo en su grandeza y alegrarnos en ella, gozarnos al ver como derriba a
los soberbios y enaltece a los insignificantes; nos permite vernos como somos,
pequeños en los que el Padre obra maravillas, y ver el mundo en su realidad de
auxiliados por pura misericordia.
Pero desengañémonos:
Nazaret es muy duro. Borremos de nuestra mente y de nuestro corazón esa casa
idílica que han pintado algunos artistas donde José trabaja mirando a María,
que no se cansa de coser, y el Niño juega haciendo crucecitas. Si nos apuntamos
a vivir en Nazaret para mejor conocerle, amarle y seguirle nos apuntamos al
anonimato, a la insignificancia, a la irrelevancia social; optamos por ser
nadie y eso significa crucificar un día sí y otro también nuestro inflado ego,
nuestro deseo de protagonismo, de aplauso, de éxito. Por eso estoy convencida
que Nazaret es la patria de los pobres, de aquellos que ya han nacido en la
marginalidad y tienen el instinto de ocultarse. No sé si nos hemos fijado en
que hay un tipo de personas que tienden a ocultarse de la misma manera que
otros se desesperan por aparecer en pantalla. La gente sencilla que se halla,
por ejemplo, en una fiesta de cierta importancia tiende a callar convencida de
que quizá se expresará mal o de que no tiene nada importante que decir; tiende
a pasar desapercibida porque quizá no va bien vestida; tiende a servir sin
esperar ser servido porque parece que lo natural es eso, que han nacido para
servir; y se avergüenzan cuando les sirven porque no les parece natural. Si queremos incardinarnos teológicamente en
el misterio de Redención hay que ir aprendiendo sencillez, anonimato, olvido,
ninguneo. Eso es estar “sometido”, una palabra que hoy suena tan mal, hoy que
vivimos en el mundo de la plena realización humana, de la libertad y autonomía,
que muchas biblias han suavizado o eliminado.
Esos pobres niños ricos
de Rusia no viven “sometidos”. Y, paradójicamente, ello les niega la
posibilidad de ser personas libres. Ese es el misterio de Nazaret: someterse a
Dios es la única puerta de la libertad y Jesús ha venido a enseñarnos el
camino.
Un camino que pasa por
su casa. Por Nazaret. La única mirada que, al humanizarnos, nos permite tocar
con los dedos la divinidad.
[1] El
teólogo Víctor Codina ha escrito un interesante estudio que titula “Una Iglesia nazarena. Teología desde los
insignificantes” Sal terrae. Col. Presencia Teológica. Madrid 2010
[2] Ibídem
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