martes, 15 de septiembre de 2009



EL CLAMOR DE NAZARET (I)


Con frecuencia se oye, al hablar de Nazaret y su espiritualidad, de esa lección de silencio y vida oculta que nos ofrece el misterio de la Trinidad formada por la Santa Familia. Pero creo que ese silencio, como el de los millones de pobres y desamparados, de ese mundo sufriente y dolorido que pese a no tener voz es ya grito y clamor, es ya Palabra gritada, Palabra que es preciso atender. Es verdad que podemos seguir haciéndonos los sordos pero no por ello Nazaret deja de ser, para quien quiere oir, una Palabra in crescendo, un Misterio que se revela a lo largo de los siglos.
El mensaje de Nazaret es insondable. Vamos, no obstante, a escuhar algunas de las palabras más claras que nos hace llegar. Y lo vamos a hacer como esa devoción tan arraigada que cada año rememora las siete palabras de Cristo en la Cruz. Jesús, José y María también nos hablan.

PRIMERA PALABRA: ESCUCHAR

El hogar de Nazaret es la realización perfecta de aquel paraíso que nos narra el libro del Génesis. Sabemos que la bella descripción del Edén, realizada en el exilio de Babilona, no es algo histórico que se hubiere perdido sino el fin al que tendemos. Es nuestra vocación última. En ese ámbito, Dios y la persona pasean juntos por el jardín y conversan como amigos.
Conversar significa escuchar. Todo el Antiguo Testamento está atravesado por la palabra “escuchar”. Dios reclama a su pueblo que lo escuche y el hombre reclama a Dios que lo escuche. Los profetas son, por definición, aquellos que han escuchado y hablan en nombre de Dios. La oración que la Sagrada Familia recitaba varias veces al día comienza diciendo: Escucha Israel...
Nazaret es ámbito de escucha. Escuchar supone atención amorosa a la Palabra de Dios que no se manifiesta en el terremoto sino en la brisa suave. Dios habla continuamente y sólo la arrogancia y la rebelión impiden oír lo que éste nos dice. Dios es el Dios que reclama continuamente a Israel que le escuche porque desea instruir su corazón, mostrarle sus decretos para llevarlo a la Vida. Pero Israel no hizo caso.
Pues bien, Nazaret es el nuevo y definitivo Israel, aquel que escucha atentamente las palabras divinas. No solo eso: es el que se sabe escuchado por Dios porque Dios escucha siempre al pobre, al afligido, al que sufre persecución. Jesús asimiló tan profundamente esa lección de vida que en la cruz, cuando Dios parece el gran ausente, Él sigue hablándole, convencido en medio de su desgarro, de ser escuchado: “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado?” Aprendió de sus padres esa absoluta confianza en que Dios siempre nos escucha. Y aprendió a escuchar, puesto que tanto José como María eran, por definición, los oyentes de la Palabra.
La Palabra se escucha, no se lee. Podemos leer libros de ciencia o libros que nos sirven de distracción. Los leemos, los pasamos por la mente. Pero la Palabra es siempre interpersonal y debe ser escuchada con el corazón. No leemos lo que Dios nos dice, lo escuchamos. Y el verbo escuchar está íntimamente relacionado con obedecer. Ob-audire, obedecer lo que se oye. Por eso Jesús exigirá que sus palabras sean escuchadas y puestas por obra. Sólo así nuestra casa se construirá sobre roca.
Escuchar supone estar atento a las circunstancias de la vida, a los hechos, a las personas. Por tanto, Nazaret es una espiritualidad que nos sumerge en la realidad. No es una torre vigía desde donde se contempla todo sino una calle por la que transita Dios con las ropas del vecino, del enfermo, del emigrante. Nazaret es barro y polvo, suciedad y cansancio. No es monasterio ni convento, palacio ni iglesia. Es mercado, plaza, fuente y camino. Es murmullo y encuentro, relación y amistad, sorpresa y ayuda. Esa espiritualidad de lo real es la sanación de la persona porque sabemos que, en la medida que nos refugiamos en mundos virtuales o de fantasía, enfermamos. Nazaret es la salud del mundo, el pan amasado, la luz encendida. Alimento y fiesta.
Para escuchar es preciso el silencio que tan bien definía Pablo VI: “El silencio es la actividad profunda del amor que escucha” No es pasividad porque supone ir acallando los sentidos – tan estimulados hoy, tan exacerbados, tan excitados – hasta que “estando ya mi casa sosegada” pueda salir de casa “en ansias, en amores inflamada”. Escuchar a Dios presupone adoración. No se le escucha a Él como puedo escuchar una preciosa sinfonía. Porque escuchar a Dios supone concederle primacía, poder para transformar – Él y sólo Él – mi vida. Los tres de Nazaret fueron absolutamente configurados por la Palabra.
José, convertido en custodio del Misterio, fue el nuevo Noé que guió el arca de la Nueva Alianza y salvó para Dios, en su Hijo, toda la humanidad. Su pequeña casa recuerda esa arca de Noé que flotó sobre las aguas del diluvio para comenzar de nuevo. Sólo que ahora estamos ya ante el comienzo definitivo, ante una nueva creación.
María que llevó en su seno la Palabra no sólo la escuchó sino que la entregó al mundo. Engendrada por ella, la engendró; alimentada por ella, la amamantó; obediente a ella, la educó. Ella, con José, hizo humana la Palabra divina a fin de que pudiéramos entenderla.
Y Jesús, habituado a escuchar, tomó conciencia de que en Él la revelación era plena. Por eso pudo decir: Habéis oído...pero yo os digo...
Los tres vivieron inmersos en la Palabra, en su escucha. Pero no la entendieron, la acunaron en su corazón. Jesús retrata su familia cuando nos habla del campesino que siembra el campo y se va a dormir y, sin que él sepa cómo, ve como va creciendo y brotando la semilla. Dios no reveló a la Sagrada Familia sus planes. Les pidió que escucharan día a día. Y la atención a cuánto Dios decía a través de las pequeñas cosas convirtió una vida anodina en una vida colmada de gozo. Porque es un gozo jugar al escondite con Dios y andar descubriéndolo a cada paso; porque es una alegría todo encuentro con su Presencia.
Escuchar es sinónimo de amor, de adoración, de alegría. Porque quien vive en Nazaret escucha que Dios “está en la puerta y llama. Y abre la puerta para que entre y se siente a cenar con él y El con nosotros (Ap, 3,20). Eso es Nazaret: banquete diario con Dios, conversación de sobremesa. Y sin darnos cuenta casi, configuración de un rostro y un talante que nos lleva a tener los mismos sentimientos de Dios.
Nazaret es pues buena noticia para tanta soledad como hoy conocemos, para tanta tristeza, para tanto deseo de ser escuchado y escuchar.
Dios está en nuestra mesa.