viernes, 26 de octubre de 2012

EVANGELIO: EL CIEGO DE JERICÓ



La curación del ciego Bartimeo está narrada por Marcos para urgir a las comunidades cristianas a salir de su ceguera y  mediocridad. Solo así seguirán a Jesús por el camino del Evangelio. El relato es de una sorprendente actualidad para la Iglesia de nuestros días.
Bartimeo es "un mendigo ciego sentado al borde del camino". En su vida siempre es de noche. Ha oído hablar de Jesús, pero no conoce su rostro. No puede seguirle. Está junto al camino por el que marcha él, pero está fuera. ¿No es esta nuestra  situación? ¿Cristianos ciegos, sentados junto al camino, incapaces de seguir a Jesús?
Entre nosotros es de noche. Desconocemos a Jesús. Nos falta luz para seguir su camino. Ignoramos hacia dónde se  encamina la Iglesia. No sabemos siquiera qué futuro queremos para ella. Instalados en una religión que no logra  convertirnos en seguidores de Jesús, vivimos junto al Evangelio, pero fuera. ¿Qué podemos hacer?
A pesar de su ceguera, Bartimeo capta que Jesús está pasando cerca de él. No duda un instante. Algo le dice que en Jesús  está su salvación: "Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí". Este grito repetido con fe va a desencadenar su curación.
Hoy se oyen en la Iglesia quejas y lamentos, críticas, protestas y mutuas descalificaciones. No se escucha la oración  humilde y confiada del ciego. Se nos ha olvidado que solo Jesús puede salvar a esta Iglesia. No percibimos su presencia  cercana. Solo creemos en nosotros.
El ciego no ve, pero sabe escuchar la voz de Jesús que le llega a través de sus enviados: "Ánimo, levántate, que te llama". Este es el clima que necesitamos crear en la Iglesia. Animarnos mutuamente a reaccionar. No seguir instalados en  una religión convencional. Volver a Jesús que nos está llamando. Este es el primer objetivo pastoral.
El ciego reacciona de forma admirable: suelta el manto que le impide levantarse, da un salto en medio de su oscuridad y  se acerca a Jesús. De su corazón solo brota una petición: "Maestro, que pueda ver". Si sus ojos se abren, todo cambiará. El relato concluye diciendo que el ciego recobró la vista y "le seguía por el camino".
Esta es la curación que necesitamos hoy los cristianos. El salto cualitativo que puede cambiar a la Iglesia. Si cambia  nuestro modo de mirar a Jesús, si leemos su Evangelio con ojos nuevos, si captamos la originalidad de su mensaje y nos  apasionamos con su proyecto de un mundo más humano, la fuerza de Jesús nos arrastrará. Nuestras comunidades conocerán la alegría de vivir siguiéndole de cerca.

CURARNOS DE LA CEGUERA

¿Qué podemos hacer cuando la fe se va apagando en nuestro corazón? ¿Es posible reaccionar? ¿Podemos salir de la indiferencia? Marcos narra la curación del ciego Bartimeo para animar a sus lectores a vivir un proceso que pueda cambiar sus vidas.

No es difícil reconocernos en la figura de Bartimeo. Vivimos a veces como «ciegos», sin ojos para mirar la vida como la miraba Jesús. «Sentados», instalados en una religión convencional, sin fuerza para seguir sus pasos. Descaminados, «al borde del camino» que lleva Jesús, sin tenerle como guía de nuestras comunidades cristianas.

¿Qué podemos hacer? A pesar de su ceguera, Bartimeo «se entera» de que, por su vida, está pasando Jesús. No puede dejar escapar la ocasión y comienza a gritar una y otra vez: «ten compasión de mí». Esto es siempre lo primero: abrirse a cualquier llamada o experiencia que nos invita a curar nuestra vida.

El ciego no sabe recitar oraciones hechas por otros. Sólo sabe gritar y pedir compasión porque se siente mal. Este grito humilde y sincero, repetido desde el fondo del corazón, puede ser para nosotros el comienzo de una vida nueva. Jesús no pasará de largo.

El ciego sigue en el suelo, lejos de Jesús, pero escucha atentamente lo que le dicen sus enviados: «¡Ánimo! Levántate. Te está llamando». Primero, se deja animar abriendo un pequeño resquicio a la esperanza. Luego, escucha la llamada a levantarse y reaccionar. Por último, ya no se siente solo: Jesús lo está llamando. Esto lo cambia todo.

Bartimeo da tres pasos que van a cambiar su vida. «Arroja el manto» porque le estorba para encontrarse con Jesús. Luego, aunque todavía se mueve entre tinieblas, «da un salto» decidido. De esta manera «se acerca» a Jesús. Es lo que necesitamos muchos de nosotros: liberarnos de ataduras que ahogan nuestra fe; tomar, por fin, una decisión sin dejarla para más tarde; y ponernos ante Jesús con confianza sencilla y nueva.

Cuando Jesús le pregunta qué quiere de él, el ciego no duda. Sabe muy bien lo que necesita: «Maestro, que pueda ver». Es lo más importante. Cuando uno comienza a ver las cosas de manera nueva, su vida se transforma. Cuando una comunidad recibe luz de Jesús, se convierte.
J.A. PAGOLA

domingo, 21 de octubre de 2012

EL HOGAR DE NAZARET (II)



EL HOGAR, PRIMER ESPACIO PARA EL MILAGRO DE DIOS 
 
Constato y no sé si se debe a nuestra naturaleza o por deformación o por simple pereza, que tendemos a ser reduccionistas.  Para la mayoría de los mortales la palabra “milagro” evoca una curación inexplicable o  un hecho prodigioso que rompe las leyes naturales. La palabra milagro viene del latín y significa “maravilla”. Y nosotros hemos decidido que sólo es maravilla aquello que siendo palpable – como lo es que un ciego vea de repente- no entendemos. Olvidamos así que vivimos inmersos en la maravilla de Dios, es más, que somos la gran maravilla, el gran milagro de Dios. Del mismo modo que no hablo de la luz y vivo inmersa en ella, del mismo modo que no hablo del oxígeno que me da vida, hablamos poco del milagro constante que nos habita y en el cual habitamos. En Él nos movemos y existimos, ese es el gran milagro.  El gran milagro está  “en casa”.
He saboreado, desde esta perspectiva, los milagros que Jesús hace en una casa. Lo podemos contemplar curando a un paralítico que es bajado desde el techo, resucitando a la hija de Jairo, curando a la suegra de Pedro…y es que el hogar es ámbito de restauración, de curación, de vida. En el hogar escucha María a los pies de Jesús, se sientan a la mesa, comparten y se convierten. Cuando Judas sale del cenáculo se constata que era “de noche” porque en el hogar, esa matriz afectiva que nos teje, siempre hay o debería haber, luz y calor.
Si en el hogar se realiza el milagro de Dios es porque el hogar es ámbito de Mensaje, de buena Noticia.  La Palabra de Dios, viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, es capaz de crear lumbreras de día y lumbreras de noche, de separar aguas y tierras, de poblar de animales ambos espacios. Es capaz de entrar en una humilde casa y anunciar a María cuál es su misión. Entonces el milagro se produce. Y toda casa, toda familia, está llamada a ser el eco de esa palabra divina que nos da identidad.
En casa, en la familia, percibimos el mensaje que me dice quién soy yo y mi valor infinito: en el hogar se percibe el mensaje que me da una fisonomía, una identidad espiritual. No hay hogar “mudo” pues todo hogar es, por definición, un microcosmos que relata el mundo a ese niño que en él crece. Y con ese relato somos enviados. Lo que se me ha relatado sobre mí en el hogar, sobre los otros y sobre Dios, configurará el sentido de mi vida.
Para captar el mensaje hace falta silencio, vida interior. Si el hogar es cuna de gracia, si se parece al de Nazaret se convierte en ámbito de crecimiento. De desarrollo moral. Un hogar es fuerza centrípeta porque tiene una profunda vida interna; y es fuerza centrífuga porque el hogar siempre nos envía al mundo, siempre nos da, una vez revelado nuestro ser interior, una misión.
Fijémonos en los tres Sagrados personajes: la casa de María es arrollada por la presencia del Mensajero divino, a José se le ordena llevar a su casa a María. Ahí crecerá Jesús pero a los doce años se queda voluntariamente en el Templo, que es también su hogar; hogar trinitario, aunque ese aspecto aún permanece oculto. Cuando desciende a Nazaret queda claro que todo hogar debe ser, al mismo tiempo, Templo. El hogar de Nazaret es “casa de oración”. Experiencia de trascendencia.  Cuando al niño no se le da esa posibilidad, el hogar se convierte en “cueva de ladrones”.
Cuando Jesús, en su vida adulta, llene el mundo de  parábolas  nos hablará de una casa construida sobre roca y se admirará del centurión que sabe que no es digno de recibirle en su hogar; pero hablará con Zaqueo el pecador público y le pedirá que lo reciba en casa. Y es en la intimidad del hogar donde explicará a los apóstoles el sentido de las parábolas.  Jesús se halla a gusto en las casas. Lleva en su alma el hogar de Nazaret porque la familia, cuando es familia, es siempre “la patria portátil”.
Nazaret es “el hogar en que Dios no sintió añoranza del Cielo” (Cecilia Cros). Y no sólo eso: Dios aprende en Nazaret todas las lecciones de humanidad. Por eso hay que ir a Nazaret. Allí mi corazón encuentra lo que desea. Allí se me revela mi nombre y mi misión.
El milagro se realiza en casa.  
 
EL HOGAR  O EL OCULTAMIENTO DE DIOS 
 
El ocultamiento como Proyecto de Dios. Francamente, parece de lo más tonto. Porque cuando uno tiene un proyecto busca promocionarlo, darlo a conocer, hacerlo público. Pero el proyecto de Dios pasa por el ocultamiento. ¿Por qué será que Dios ama lo oculto?
A lo largo de muchos textos bíblicos vemos referencias a lo escondido, a lo interior.
“Me esconderá en lo escondido de su tienda”, afirma el salmista para expresar su seguridad en Dios (Salmo 27,5); Dios ordena a Moisés esconderse en una hendidura de la roca para que no pudiera verle al pasar junto a él (Ex 33,22); Elías elige una cueva para esperar al Señor en el Horeb (1Re 19,9)  Hasta que llega la afirmación del profeta:
“Tú eres un Dios escondido” (Is 45, 15). Por eso con la intuición del alma enamorada la novia del Cantar de los Cantares pide a su Amado ser ocultada: ¡Ay, llévame contigo, sí, corriendo, a tu alcoba condúceme, rey mío...! (Cant 1, 4) y afirma después: “Me introdujo en su bodega...” (Cant 2,4). Ella misma es para él “jardín cerrado y fuente sellada”  (Cant 4, 12).
Finalmente, Dios pide entrar en nuestra más profunda interioridad: "Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" (Apoc 3,20).
Decimos que Dios ha querido “ocultarse” en un hogar. Pero quizá lo estamos valorando desde nuestro prisma y esa afirmación es la primera que se nos ocurre al ver que Dios  no se manifiesta en el Templo de Jerusalén o en lugares “específicamente sagrados”. Si miramos más a fondo podemos descubrir que no  es que Dios se oculte, sino que con su presencia hace luminosa la grandeza de toda familia. Que Dios se haya hecho familia es todo el comentario que la familia merece. Nada de lo que podamos decir supera la acción divina: quiso ser familia.
Y desde que Dios es familia no existe otro referente para el ser humano que la familia de Nazaret.