sábado, 22 de mayo de 2010




EN LA FIESTA DE PENTECOSTÉS

Cuando tenemos el Espíritu Santo, el corazón se dilata, se baña en el Amor divino.
Sin el Espíritu Santo, somos como una piedra del camino. Tomad en una mano una esponja embebida de agua y en la otra una piedra; presionadlas de la misma manera; no saldrá nada de la piedra y de la esponja haréis salir el agua en abundancia. La esponja es el alma llena del Espíritu Santo, y la piedra es el corazón frío y duro donde el Espíritu Santo no habita.
El Espíritu Santo forma los pensamientos en el corazón de los justos y engendra las palabras en su boca. Aquellos que tienen el Espíritu Santo no producen nada malo; todos los frutos del Espíritu Santo son buenos… Cuando tenemos el Espíritu Santo, el corazón se dilata, se bañan en el Amor divino.
Hará falta decir cada mañana: “Dios mío, envíame tu Espíritu que me haga conocer lo que soy y lo que tú eres”.


San Juan María Vianney, cura de Ars (Año sacerdotal)

miércoles, 19 de mayo de 2010



VERBOS DE NAZARET: CRECER



Crecer es el ritmo propio que Dios ha dejado, como un destello de su ser divino, en todas las criaturas. No las forja acabadas, estáticas. El Universo entero, más obediente a su Hacedor que nuestros primeros padres, está en constante expansión.
Jesús, en plena comunión con su Padre, no hace otra cosa en Nazaret sino crecer. Es el verbo que define su actividad humana y espiritual, la tarea que le llevó toda su existencia. Nos hubiera gustado, quizá, que Lucas hubiera narrado en su evangelio algún detalle de la infancia, de la juventud de Jesús. Pero al ser tan parco, Lucas sitúa, quizá inconscientemente, la espiritualidad que vivió Jesús – y con Él María y José- durante toda su vida porque Jesús llevó siempre consigo Nazaret.
Crecer es, por tanto, el santo y seña de Nazaret, el lema de quienes viven su espiritualidad, el compendio de todo un estilo de vida. En las cosas de Dios o se crece o se decrece, no hay más. Ir a Nazaret supone aceptar y asumir crecer como y con Jesús lo cual implica tiempo, paciencia, confianza y abandono. Si hemos probado alguna vez a acompasar nuestros pasos a los de un niño pequeño, sabemos que es difícil. Muchas veces los padres acaban por coger al niño en brazos, encubriendo con gesto de amor lo que no es más que impaciencia e intolerancia.
Ir a Nazaret es renunciar a nuestro ritmo porque Dios tiene su propio tiempo y la santidad supone, entre otras cosas, hacer mío el tiempo de Dios.
Para crecer se necesita ser tierra buena. Esa es la actitud que nos reclama Jesús cuando explica la parábola del sembrador (Mt 13). Tierra buen, excepcionalmente buena, fue el corazón de María y José. Si María engendró físicamente a Jesús, es, como dice bellamente un santo Padre, porque ya lo había engendrado en su corazón. Por eso mismo José puede considerarse plenamente padre, porque también el niño ha crecido en su interior.
Pero si bien Jesús nos pide ser tierra buena, nos sorprende enseguida con varios relatos en los que crecen juntos trigo y cizaña. Es en esa dualidad donde nuestro corazón pecador se refleja con mayor viveza y siente mayor consuelo: a Él, el Buen Trigo, no le importa crecer entre mi cizaña...
Para crecer se necesita morir. Jesús lo explica en la preciosa parábola del grano de trigo infecundo porque no quiere morir y fértil cuando acepta la muerte. María y José sepultaron sus sueños, sus planes de jóvenes desposados y acogieron los de Dios que recogió en ellos la más maravillosa cosecha. Sepultados por Cristo renacieron en Él y en Él vieron su propia hermosura. Enterrada su propia voluntad, la simiente creció y germinó sin que ellos supieran cómo (Mc 4,27). José y María escucharon, acogieron e hicieron fructificar al mismo Dios que les daba vida. En ellos no había la absurda polémica que vivió la primitiva comunidad cristiana a la que Pablo escribe: “Yo planté, Apolo regó pero es Dios quien hace crecer” (1C 3,6). José y María crecían con el Niño ayudándolo a crecer pero sabedores de que tanto lo que ocurría en ellos como lo que acontecía en Jesús era obra de Dios que era, y es, quien hace crecer.
Crecer significa abandonarse en la Providencia como los lirios del campo que no tejen ni hilan pero que visten con mayor esplendor que Salomón. Sólo desde el abandono se crece en sabiduría y gracia. De hecho, el abandono es la actitud fundamental de Nazaret. Quizá por ello en el momento de máximo abandono de María, cuando ya lleva en su seno a Jesús y visita a Isabel sin saber qué va a ocurrir con ella ni cómo reaccionará José, es capaz de ponerse a cantar afirmando que “engrandece al Señor”(Lc 1,46).
Dios está también creciendo. No se refiere María a la gestación de un bebé. Dios crece en ella, en los pobres, en Israel. ¿Es posible hacer crecer a Dios?
Dios no nos pediría algo – creced, dice en el Génesis- que Él mismo no haga desde siempre. Crecemos en la medida en que nos asemejamos al que siempre crece.
Si mi corazón es Nazaret, Él crece.
Si busco su Voluntad, Él crece.
Si acompaso mi vida a su ritmo, Él crece.
Nazaret es el abandono de Dios en la criatura humana. Él se ha sembrado en nosotros como semilla. Y lo podemos lanzar al borde del camino, entre zarzas y pedruscos (Mt 13,1-23) o plantar en tierra buena esperando con paciencia e ilusión ver cómo será Dios germinando en mí.
María y José esperaron durante años alguna señal en aquel Niño que les había sido confiado. Jesús creció, fue joven y adulto y nada veían sus padres. José muere sin ver el fruto de su entrega, de su abandono en Dios. Es preciso pues asumir que no siempre vemos el fruto. Porque para Dios no existe otro tiempo que el de la eternidad.
La palabra crecer define la acción humana. Lo que en nosotros no crece, muere. Crecer es un verbo que atraviesa, cual columna vertebral, toda la Biblia. Es la primera orden, el primer mandato de Dios a los hombres: “Creced y multiplicaos” (Gn1,28). Es la definición de la actividad interna de Jesús cuyo crecimiento, porque es auténtico, ya no se realiza en Él sino en la Iglesia que día a día “crece y se multiplica” (Hch 6,7). Y es preciso crecer, crecer siempre hasta que “Cristo se forme en nosotros” ( Gal 4,19 ) Formarse es adquirir la formosura, la belleza original que Dios dejó en nuestra persona al crearnos.
Nazaret es pues semilla y programa de la Iglesia.
Si vivimos auténticamente la espiritualidad de Nazaret será la Iglesia quien coseche el fruto y Dios será engrandecido, puesto en lo alto como luz que alumbra toda la casa, todo el mundo.
La Luz del mundo está en Nazaret.