sábado, 7 de mayo de 2011


RECORDAR MÁS A JESÚS


El relato de los discípulos de Emaús nos describe la experiencia vivida por dos seguidores de Jesús mientras caminan desde Jerusalén hacia la pequeña aldea de Emaús, a ocho kilómetros de distancia de la capital. El narrador lo hace con tal maestría que nos ayuda a reavivar también hoy nuestra fe en Cristo resucitado. Dos discípulos de Jesús se alejan de Jerusalén abandonando el grupo de seguidores que se ha ido formando en torno a él. Muerto Jesús, el grupo se va deshaciendo. Sin él, no tiene sentido seguir reunidos. El sueño se ha desvanecido. Al morir Jesús, muere también la esperanza que había despertado en sus corazones. ¿No está sucediendo algo de esto en nuestras comunidades? ¿No estamos dejando morir la fe en Jesús?
Sin embargo, estos discípulos siguen hablando de Jesús. No lo pueden olvidar. Comentan lo sucedido. Tratan de buscarle algún sentido a lo que han vivido junto a él. «Mientras conversan, Jesús se acerca y se pone a caminar con ellos». Es el primer gesto del Resucitado. Los discípulos no son capaces de reconocerlo, pero Jesús ya está presente caminando junto a ellos, ¿No camina hoy Jesús veladamente junto a tantos creyentes que abandonan la Iglesia pero lo siguen recordando?
La intención del narrador es clara: Jesús se acerca cuando los discípulos lo recuerdan y hablan de él. Se hace presente allí donde se comenta su evangelio, donde hay interés por su mensaje, donde se conversa sobre su estilo de vida y su proyecto. ¿No está Jesús tan ausente entre nosotros porque hablamos poco de él?
Jesús está interesado en conversar con ellos: «¿Qué conversación es ésa que traéis mientras vais de camino?» No se impone revelándoles su identidad. Les pide que sigan contando su experiencia. Conversando con él, irán descubriendo su ceguera. Se les abrirán los ojos cuando, guiados por su palabra, hagan un recorrido interior. Es así. Si en la Iglesia hablamos más de Jesús y conversamos más con él, nuestra fe revivirá.
Los discípulos le hablan de sus expectativas y decepciones; Jesús les ayuda a ahondar en la identidad del Mesías crucificado. El corazón de los discípulos comienza a arder; sienten necesidad de que aquel “desconocido” se quede con ellos. Al celebrar la cena eucarística, se les abren los ojos y lo reconocen: ¡Jesús está con ellos!
Los cristianos hemos de recordar más a Jesús: citar sus palabras, comentar su estilo de vida, ahondar en su proyecto. Hemos de abrir más los ojos de nuestra fe y descubrirlo lleno de vida en nuestras eucaristías. Nadie ha de estar más presente. Jesús camina junto a nosotros.

José Antonio Pagola

lunes, 2 de mayo de 2011




LLEVA TUS SENTIDOS A NAZARET



Si el conocimiento humano se alcanza a través de los sentidos, qué duda cabe que el conocimiento de Dios recorre otros caminos por los que, sin embargo, deben peregrinar nuestros sentidos. Ellos se muestran pobres, deficientes para alcanzar la sabiduría divina pero, paradojicamente, sólo si los conducimos por el camino del Misterio se purifican, transfiguran y nos alcanzan otra mirada: la de la fe.

“Dudan los sentidos
y el entendimiento,
que la fe lo supla”

Es el maravilloso "Tantum ergo" que cantamos mirando un pan que ya no es pan sino Presencia.
Para quien vive en Nazaret es preciso dejar que Jesús María y José eduquen los propios sentidos. En ese hogar santo se entra con alma de discípulo, corazón de enamorado, respeto de hijo y libertad que se entrega. Ellos, los Tres, mirarán mis huesos resecos, y me preguntarán como en la visión de Ezequiel:
- “¿podrán revivir estos huesos?” (Ez 37,3)
Y si me abandono, si dejo que los Tres reeduquen mi mirada torcida, mi paladar hastiado, mi oído endurecido, mi tacto insensible, mi olfato deficiente, si me entrego como Desideria, si doy mis sentidos, seré recreada. Y nacerá una nueva persona
Sólo entonces podremos decir:
“Os anunciamos a Aquel que existía desde el principio, a Aquel que hemos oídos, a Aquel que nuestros ojos han visto, que hemos contemplado y tocado con nuestras manos. Os hablamos del que es la Palabra de vida” (1Jn 1,1)


VER

¡Cuánto miramos y qué poco vemos! Nuestros ojos necesitan colirio (Ap 3,18) para poder ver, contemplar, atisbar el Misterio que se desgrana día a día en nuestras vidas. Lo primero, lo esencial, lo que se aprende con tan solo curzar el umbral de Nazaret es que Dios nos mira. Y esa mirada nos da conocimiento interno, aceptación, gozo desbordante. María es la primera en cantar: “Ha mirado la pequeñez de su esclava” Tantos complejos, tantos corazones heridos, encontrarían su sanación si se sintieran mirados por Dios. Porque el mirar de Dios es amor. Y cuando nos miran con amor la vida se fortalece en nosotros, nos sentimos amados y somos capaces de amar. Es más: aprendemos a mirar como Él que es lo que José y María hicieron siempre.
En los relatos evangélicos aparece con frecuencia el tema de la mirada.Los apóstoles tienen los ojos cansados en momentos de crucial importancia: en el Tabor, en Getsemaní. Se duermen. Dan ganas de sacudirlos si no fuera porque son nuestro vivo reflejo. También nosotros andamos adormilados, mirando sin ver. Nazaret es mirada atenta a la pequeñez que revela la Gloria del Padre. Es saber ver los lirios del campo, las aves del cielo, el caminante que necesita un vaso de agua, el leproso que pasa.
Y sólo ve, quien vive en la Luz. Esa Luz que no se ve pero nos envuelve – lo queramos o no- se levanta vencedora sobre las tinieblas. Cuando abrimos el periódico, cuando vemos las noticias, parece mucho el poder de las tinieblas. Ante tanto poder un hogar, el de Nazaret, se convierte en faro ético para todo el mundo, también para los no creyentes.
Los evangelistas también nos hablan de ojos cerrados, los de los ciegos. Imagino que Jesús pasaría ante muchos ciegos. Pero sólo alguno gritó con fuerza: ¡Señor, que vea!
Esa es la pregunta que me hará José, que me hará María o Jesús: ¿deseas realmente ver? Porque ver no es cómodo y menos ver “desde Nazaret”. Porque en Nazaret se aprende a mirar lo que es invisible para el mundo, se aprende a ver a los que no aparecen, no cuentan, no existen. Nazaret, qué duda cabe, complica la vida si te lo tomas en serio. No es una devoción más. Es encarnación, redención.
En Nazaret no valen los ojos cerrados ni cansados. La voz de Jesús es exigente: velad. No durmáis porque no se puede dormir ante este mundo. El juicio final que relata Mateo es un juicio a nuestra mirada sobre el mundo: ¿cuándo te vimos hambriento, desnudo, enfermo, en la cárcel, sediento, forastero...y no hicimos nada? (Mt 25, 1)
Fijémonos en quiénes saben ver a Jesús: unos pastores, gente maleante y de poco fiar. Unos sabios extranjeros, gentiles despreciados por el pueblo elegido. Unos ancianos, Simeón y Ana. Y pocos más. Ni autoridades religiosas, ni grandes personajes, con alguna gloriosa excepción: Nicodemo que va “de noche” a “ver”. En estos personajes se hace vida la frase de Gregorio de Niza: “La verdadera visión de Dios consiste en esto: que quien levanta los ojos hacia Él nunca más deja de desearlo porque su Ser es inaccesible”. Todos nuestros sentidos están comunicados y “ver” a Dios nos produce una sed que no se apaga. Y que nos cambia porque nos hace ya eternos buscadores.
No importa si nuestra oración es reseca, si nuestra vida se mueve en la rutina. No importa si creemos estar ciegos y vivir en perenne noche. Basta que aliente en nosotros el deseo de verle:
“Veante mis ojos...pues sólo para ti quiero tenellos”
Fijos los ojos en Jesús descubrimos a su lado a José y María. Si los fijamos en María, descubrimos a Jesús y José. Si los fijamos en José, descubrimos a Jesús y María.
Y, sobre todo, descubrimos con cuanto amor me miran a mí, nueva Desideria.