En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su
hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante
de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron
blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
-Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas:
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su
sombra, y una voz desde la nube decía:
-Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
-Levantaos, no temáis.
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
-No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre
resucite de entre los muertos.
(Mateo 17, 1-9)
Este es un evangelio
especialmente querido por toda la comunidad cristiana, la de los inicios y la
de ahora. No es un evangelio fácil porque te señala unos hechos para que no te
quedes en ellos y mires a través de ellos el sentido profundo que revelan. Y no
es propiamente el relato de unos hechos – como cuando se nos narra que Jesús
cura un leproso- sino un icono cargado de alusiones teológicas.