Estaba el pueblo
mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: «Ha salvado a otros; que se
salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido.» También los soldados
se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el rey de los judíos,
¡sálvate!» Había encima de él una
inscripción: «Este es el rey de los judíos.»
Uno de los
malhechores colgados le insultaba: « ¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti
y a nosotros!» Pero el otro le increpó: « ¿Es que no temes a Dios, tú que
sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con
nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho.» Y decía: «Jesús, acuérdate
de mí cuando vengas con tu Reino.» Jesús le dijo: «Te aseguro que hoy estarás
conmigo en el Paraíso.» (Lucas 23,35-43)
Termina
el año litúrgico. No sabemos lo qué es el tiempo aunque vivamos supeditados e
inmersos en él pero toda civilización ha sentido la necesidad de “organizar” su
tiempo, fechar los acontecimientos y situarse, aunque sea arbitrariamente, en
el espacio temporal que vive. Por eso tenemos varios calendarios: existe el
calendario civil, que en Occidente fue instaurado por Julio César y ajustado
por el Papa Gregorio XIII en 1582: por él sabemos que estamos en 2013…Existe
también el calendario escolar, que suele ir de septiembre a junio en Europa. Y
puede haber muchos más. Pero estas divisiones de tiempo son arbitrarias y,
sobre todo, vacías de contenido. En cambio el calendario litúrgico que va de
adviento a la fiesta de Cristo Rey es un calendario para la reflexión y
catequesis, para la vivencia de la fe. Que yo sepa, el único calendario con un
sentido interno: seguir en nuestro día a día, la vida de Cristo.