lunes, 13 de junio de 2011


LLEVA TUS SENTIDOS A NAZARET (II)

OÍR



Si será importante este sentido que es aquel por el cual recibimos la fe. Se nos ha explicado, se nos ha hablado de Jesús, de las verdades reveladas. María escuchó lo que el ángel le decía, José lo oyó también en sueños. Sólo después vino el “Hágase” que cambió el mundo. Ambos, judios de raza y corazón, se habían forjado en la oración judia por excelencia, el Shemá:
Escucha Israel
El Señor es tu único Dios...

Oír no siempre nos lleva a escuchar. Vivimos inmersos en el ruido y hemos aprendido a defendernos. Tanto, que ha nacido un serio problema: hoy son muchos los jóvenes que tienen miedo al silencio. Y si Jesús “crecía” es porque vivía inmerso en un silencio que acabó siendo sonoro. De hecho, Jesús es la Palabra porque fue engendrado y creció en el Silencio. Sin él no hay posibilidad de trasmisión.
En Nazaret, dijo Pablo VI, se aprende una lección de silencio. El silencio es

“esta condición admirable e indispensable del espíritu, cuando nos encontramos envueltos en tantos clamores y gritos provenientes de esta ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la disposición para escuchar las inspiraciones y las palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de las preparaciones, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la plegaria que Dios ve en lo secreto.”(Homilía del Papa Pablo VI en la Iglesia de la Anunciación. Nazaret, 5-1-64.)

Sólo las obras preñadas de silencio, las engendradas en el silencio pueden alcanzar valor. Silencio precisa un artista para componer. Y silencio necesita la persona humana para componerse. Sólo el silencio permite preguntarse, explorar respuestas. Sólo el silencio nos equilibra.
Por eso Nazaret es silencio que enseña a escuchar. Con el oído físico, con los oídos del alma. Jesús niño escuchó en silencio todo aquello que de mayor convirtió en palabra.
El silencio, que debería ser un don, se convierte en una conquista que muchos no desean alcanzar. Y no obstante, todo niño, como Jesús, debería tener derecho a su “rincón” para pensar, para estar solo, para leer. Con frecuencia esa intimidad es avasallada por mil artilugios – juguetes, música estridente- que consiguen que el niño no aprenda, no experimente su propia interioridad. El resultado es que vamo sedientos y sedientos de ser escuchados pero hay pocas personas que sepan escuchar. Y esas son las que no sólo no huyen del silencio sino que lo preservan como el tesoro que es.
De José, el hombre que escuchó la voz del ángel, el silencio del misterio del cual participaba, el niño del cual era custodio, no tenemos ni una sola palabra. Su clima habitual es un silencio tan rico que es un continuo monólogo interior con Dios. Por eso, hasta cuando sus sentidos duermen, su corazón vela, escucha a Dios. Como dijo Pablo VI, hombre de silencio y palabra certera “el silencio es la actividad profunda del amor que escucha”.
De María el evangelista repite una y otra vez que “guardaba todas estas cosas en su corazón”. Posiblemente no entendía cómo tenía entre sus brazos la zarza ardiente, cómo la tenía en casa. Pero con respeto sagrado – y eso implica silencio- meditaba cuánto vivía porque Dios se iba manifestando día a día y era preciso estar atento.
De Jesús no se nos dice nada. Pero se nos dice mucho porque se nos dice que “crecía en edad, sabiduría y gracia” y ese es el fruto directo del silencio. Sólo el silencio alimenta el alma y la hace crecer.
Por eso es preciso ir a la escuela de Nazaret para aprender esa lección de silencio. Hay que acallar las preguntas que nos invaden y convierten el corazón en un mercado – qué hay que hacer, adónde voy ahora, a quién tenía que llamar...- para permitir que emerjan las auténticas preguntas del corazón, aquellas que toda persona, por el hecho de serlo, lleva sembradas en lo más hondo. Preguntas por el sentidod e la vida, la misión, la Voluntad del Padre. Preguntas por la felicidad, la vida, la muerte, el amor...
Sólo así podemos colaborar con Dios en nuestra propia felicidad. El gran escultor vasco Eduardo Chillida dice “Es estando “a la escucha” de lo que quiere salir que sale algo. No sale lo que yo quiero”
Dios, cuando nos habla, tiene para cada uno un “tono” especial. Por ese tono le reconoce María, que llora junto al sepulcro: ¡María! Y la vida de esa mujer que no había visto en Jesús más que un hortelano cambia cuando escucha su nombre en boca de Jesús.
Es preciso acudir al silencio del Sagrario, forja de grandes apóstoles. Allí está el Maestro y nos llama. “Mira, estoy a la puerta y llamo. Si alguien me escucha y abre la puerta entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20)
Nuestro oído interno se afina con horas de silencio.Si queremos ser de Nazaret, si queremos ser de la familia de Jesús, es preciso escuchar: Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen (Lc 8,21)
Resulta claramente significativo que cuando una mujer alaba espontáneamente a María por ser la madre de tal Hijo, Jesús corrija y resitúe la importancia de María que no le viene de haber engendrado a Jesús sino de haber escuchado siempre la Palabra de Dios (Lc 11,28). Algo que todos estamos llamados a hacer.