Puesto que la
experiencia de Dios es algo absolutamente personal cabe el peligro de hacer un
Dios a nuestra medida o, por lo menos, contentarnos con la “parcela”
descubierta y vivida de Dios y tender a presentarla como verdad única e
irrefutable. Quisiera huir de estos peligros en el momento de hablar de
Nazaret. Desde el s. XIX, a través de muchos fundadores, ha comenzado, de forma
imparable, a desarrollarse la espiritualidad de Nazaret que es, a la postre, la
única espiritualidad que nos legó el Nazareno.
Pero después
de subrayar muchos aspectos que nos acercan a ese Nazaret que podemos vivir en
nuestra cotidianeidad, es justo que presentemos el aspecto inaprensible de
Nazaret. De lo contrario falsearíamos piadosamente el aspecto central, con el
misterio pascual, de nuestra fe.
Nazaret es
pura paradoja. Es sí, cercanía, proximidad de un Dios que se hace uno de
nosotros; que nace, crece, aprende, sufre y muere. Es día a día, anonimato e
irrelevancia. Grandeza de lo ordinario santificado, familia y lazos de amistad.
Pero Nazaret es, al mismo tiempo, el Misterio más inalcanzable para mente y
corazón humano. Nazaret es Misterio máximo pues es misterio de Encarnación. Es
realidad que no podemos captar con los sentidos, es verdad incomprensible.
No hay palabra
humana que pueda expresar totalmente a Dios y, por lo mismo, por mucho que
escribamos y digamos de Nazaret, nada puede explicar Nazaret. Hablamos de forma
analógica de Dios, hablamos de Él por lo que sabemos de nosotros, de nuestra
existencia. Pero Dios es siempre “más allá”, es el Inefable (aquel de quien no
se puede hablar). Sólo podemos comprenderlo como incomprensible. Vivir en
Nazaret supone dar vida a las palabras de San Juan de la Cruz:
“Entréme
donde no supe
y quedéme no
sabiendo
toda ciencia
trascendiendo”
Dios va llamando cada vez más a muchas personas a vivir en
Nazaret. Y uno entra sin saber muy bien, sin adivinar qué nos quiere revelar
Dios de Él mismo – pues cuanto de él conocemos es don suyo- . Llega un momento
en que quizá lo único que sabemos es que estamos en él “no sabiendo” porque
trasciende toda ciencia, va más allá de cualquier conocimiento.
No podemos por tanto reducir Nazaret. Nazaret es el espacio
en que Dios se manifiesta y pese a ello, no entendemos. No obstante, es
importante permanecer. Vivir en Nazaret hasta que vivamos la experiencia de “no
entender, entendiendo” como canta San Juan.
Recurriendo a Santa Teresa, tan devota de la humanidad
de Jesús, sabemos que Dios “como nos ama
se hace a nuestra medida”.
Pero ¡ni esa medida alcanzamos!. Por eso, vivir en
Nazaret presupone una actitud básica: la adoración. Sin esa actitud interna
estamos creando un dios de caramelo. Un Jesús compañero, amigo y colega, nada
más.
Dice J. A. Pagola que no hay tanta crisis de fe
como de sentimiento religioso. No es difícil creer cuando las mismas ciencias
reclaman el concurso de un Creador para poder explicar la maravilla que nos
envuelve y sustenta. Pero es difícil a la persona del s. XXI tener una actitud
religiosa, sentir la propia pequeñez y admirar la grandeza de Dios. Siempre me
ha resultado difícil aceptar que nuestra capacidad de admiración no haya
crecido con nuestro conocimiento. El hombre que escribe el salmo 8 (Qué
admirable es tu nombre en toda la tierra…¿qué es el hombre para que te acuerdes
de él?) tiene una visión risible para nosotros del mundo que lo envuelve. Y se
asombra de los astros, el cielo…la luna y las estrellas, hasta experimentarse
pequeño. Nosotros sabemos más del Universo e ignoramos a su Creador.
Adorar es admirar la grandeza de Dios, sentirnos
pequeños. Rendir intelecto y sentidos.
Eso es, en el fondo, lo que hace difícil la
espiritualidad de Nazaret. Vivir adorando, vivir rendidos a la grandeza infinita del Dios que ha querido
hacerse a nuestra medida.