martes, 9 de febrero de 2010




EL EVANGELIO SE VIVE MEJOR EN EL ANONIMATO DE NAZARET...





domingo, 7 de febrero de 2010


VERBOS DE NAZARET (I)

ACOGER
El Antiguo Testamento está cuajado de preciosas historias de acogida humana: Abraham que recibe a los tres misteriosos visitantes (Gn 18), la hija del Faraón que recoge al niño Moisés (Ex 2), la viuda de Sarepta que acoge a Elías (1Re 17), y muchas otras más.
Pero lo cierto es que si la persona es capaz de acoger es porque antes Dios la ha acogido en sus entrañas hasta hacerla a su imagen y semejanza. La acogida de Dios es tan patente para el israelita que éste tiene la profunda convicción de que “aunque mi padre y mi madre me abandonaran Yhavé me recogería” (Ps 27,10). Israel se siente protegido por Dios, vive “bajo el amparo del Altísimo”(Ps 91,1 ). Yahvé es Aquel que acoge su grito, su lamento, sus cantos de júbilo. Todo su ser.
Y no se le ocurre pensar jamás que si él habita en la tienda del Señor, algún día Dios quiera ser acogido en la tienda de la humanidad.
En Nazaret el sentido de la acogida se dilata hasta límites insospechados. Dios pide ser acogido en el seno de María, que puede engendrarlo físicamente porque ya antes había abierto la tienda sagrada de su corazón y Dios había sido engendrado en su interior. Y pide también a José que acoja a María y el Misterio que en ella habita.
La fascinación que hoy ejerce Nazaret sobre tanta gente viene dada porque el Dios trascendente, sublime y distante del Antiguo Testamento se nos revela “normal”. Se convierte en el “Diosito” que con gracia invocan muchos pueblos latinos. Diosito es cercano, normal, uno de los nuestros; Diosito sufre y lucha como tanta gente, es buen vecino y necesita también de la vecindad; Diosito crece, aprende, espera. Pero Diosito nos desvela nuestra propia imagen, nos acerca a Dios y pone de relieve nuestra filiación y nuestra dignidad. Desde que Dios se hizo persona nada puede ser más grande que serlo nosotros también. Esa es la misión que nos enseña el Misterio de la Encarnación si lo acogemos en nuestro ser.
Acoger supone vivir abierto a la sorpresa, a las diferencias, amar sin prejuicio alguno, avanzarse en el servicio de la sonrisa porque ésta es la puerta abierta de nuestro corazón. Acoger es escuchar, someter nuestro criterio y voluntad, aprender y discernir, obedecer, aventurarse, olvidar en la cuneta nuestros miedos. En Nazaret se funden en abrazo de acogida la humanidad y la divinidad. Y todo cambia como nos cambia la acogida, en nuestra cultura, del emigrante, del exiliado, del forastero...como nos cambia acoger la enfermedad, el anciano, el niño recién nacido...
Vayamos a Nazaret y en la Sagrada Familia encontraremos lo que nuestro corazón desea (S. Josep Manyanet)
Jesús, José y María vivieron también la necesidad de ser acogidos: Dios necesitó una familia, María precisó de la acogida de José que la recibió en su casa y participó de lleno en el Misterio; José pidió hospedaje para la Madre encinta y no lo halló pero pastores y magos, el anciano Simeón y la profetisa Ana acogieron jubilosos al Niño. En Egipto, como emigrantes, vivieron la zozobra de necesitarlo todo.
De la Sagrada Familia aprendemos a vivir en una actitud de acogida, una actitud que no sólo da sino que sabe pedir con naturalidad. Con frecuencia, al hablar de acoger nos situamos en un plano de superioridad respecto al que necesita. La Sagrada Familia nunca vivió la virtud de la acogida con ese talante; porque la acogida auténtica comienza cuando nos acogemos a nosotros mismos como pobres del Señor, como niños a quien Dios sienta en su falda para dormir (Ps 131,2), como tierra sagrada en la que el Señor se manifiesta, como zarza que arde con su Presencia. Sólo si nos sabemos necesitados de todo y nos acogemos al manto de la Providencia Divina que cuida de los pájaros del cielo y de la hierba del campo (Mt 6,26.30) podemos ser acogedores.
El Hijo de Dios será acogido, años después, por sus amigos de Betania, por Zaqueo, por Pedro, por Simón el fariseo, por los caminantes de Emaús. Recibirá el agua de la Samaritana, la comida de los apóstoles y la ayuda inestimable de Simón de Cirene o el gesto entrañable de la Verónica. No tiene rebozo alguno en pedir hospedaje, en mostrarse débil y necesitado. Pero también Él acogerá a niños, mujeres públicas, enfermos, publicanos, centuriones romanos y ladrones arrepentidos. Más a fondo, Él acoge nuestros corazones cansados (Mt 11,28), nuestras negaciones (Mt 26,72), lava nuestros pies (Jn 13,5) y se adelanta a prepararnos una morada (Jn 14,2); las parábolas que más le gusta inventar giran en torno a la mesa que acoge invitados Mt 22,10), hijos que regresan (Lc 15, 11) e invitados que se humillan sentándose en los últimos puestos Lc 14,7).
No obstante, la queja de Jesús es amarga: “Vino a los suyos y no le recibieron” (Jn 1,10)
Nazaret es acogida. Y ante la acogida Jesús promete: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” ( Lc 23,43) Porque queda claro que el estilo de Nazaret es dar un vaso de beber al sediento, visitar al enfermo, al que está en la cárcel, dar posada al peregrino... (Mt 25). Si lo hacemos recreamos el Paraíso que, para Jesús, no es otro que Nazaret. Estar con Él en el Paraíso es entrar en Nazaret, habitar en su casa, sentarse a la mesa con los Tres. Entre las últimas palabras de Jesús figura el mandato de acoger cuando desde la cruz le pide a Juan que reciba a María (Jn 19,27)
Nazaret vive en ti cada vez que oyes la súplica de Jesús porque “mira, estoy a la puerta y llamo; si alguien me escucha entraré y cenaré con él y él conmigo.” (Ap, 3,20). Acoge la Palabra, medítala; acoge al hermano porque quizá, sin saberlo, estés acogiendo un ángel (Hb 13,2). El Espíritu que habita en ti es Huésped Sagrado: no lo entristezcas (Ef 4,30). La acogida deja en Abraham una estela de fertilidad, de vida en la viuda de Sarepta, de gozo en Isabel al acoger a María y, siempre, de divinidad.
Ensanchemos la Tienda de nuestro corazón para que nunca respondamos al albadonazo de Jesús aquel “Mañana le abriremos, para lo mismo responder mañana” que tan trágica y bellamente describe Lope de Vega.