miércoles, 17 de julio de 2013

UN JUEGO DE MIRADAS


Domingo XVI del tiempo ordinario

 En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el. servicio; hasta que se paró y dijo:
- «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.»
Pero el Señor le contestó:
- «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.»
Lc 10,38-42

Situación

En el camino hacia Jerusalén, un alto. Jesús ama el hogar y en Betania tiene “casa propia”, la de sus amigos. Betania quedó para siempre, en la comunidad cristiana, como paradigma de la comunidad que acoge a Jesús. Betania es descanso para el corazón, casa de amistad, mesa compartida, servicio y escucha de la Palabra.
Obviamente, Jesús iba con sus discípulos. Pero en la escena no hay varones, ni siquiera está Lázaro que, como hombre, era el anfitrión. Los comentaristas suelen hablar de Marta – quizá por hallarla en su papel de ama de casa – como de la hermana mayor. De hecho Lucas nos dice que Jesús fue recibido en “casa de Marta”.

Hospitalidad.

Betania encarna el principio básico de la hospitalidad, tan sagrado en Oriente. A Jesús le gusta “ser acogido” y vivir en familia. Acepta con normalidad ser huésped de Zaqueo, de Mateo, de Simón… y  convierte la casa de Pedro en su sede misional. Habría pues que preguntarse hoy si yo acojo a Jesús, si mi vida y mi corazón es para Él lugar de reposo; si mis obras son “plataforma” para difundir el evangelio, si mis afectos y sentimientos son evangelizados con su Palabra…
No deja de ser oportuno recordar que a nuestro Dios le gusta andar en familia, sentirse “en casa”…

El juego de miradas.

Imaginemos la escena. Cotidiana, normal. Dos mujeres que aman entrañablemente a Jesús. Una lo sirve, otra lo escucha. Son aspectos del mismo amor, irisaciones de la misma luz. María mira a Jesús, es su centro. Pero Marta, que se desvive por Jesús, mira a María. Y entra, sin darse cuenta, en esa fuente de sufrimiento que para todo corazón es la comparación. Marta compara su quehacer con el “quehacer” – que también lo es- de María. Las comparaciones son siempre fuente de descontento. Porque, además, cuando hay comparación, uno tiende a imponer una visión o carisma.  Desde el momento que Marta ha comenzado a mirar a María ha nacido en ella un monólogo interior de refunfuño que acaba – como pasa con esas cosas- por verbalizarse: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.»
Probablemente si María se hubiera ofrecido a ayudar a Marta ésta la hubiera despachado de su lado con un “quita, quita, que ya me apaño yo sola y además acabo antes”.
Marta no quiere ayuda, no la precisa. Además, para ella es un honor y un orgullo agasajar al huésped. Pero la inquietud ha entrado en su corazón desde que ha dejado de mirar a Jesús para “mirar” qué hace su hermana.

Imagen de la Iglesia

San Ambrosio decía que “no hay sólo una manera de ser santos”. La Iglesia se enriquece con los distintos carismas y todos son necesarios. El servicio y la contemplación pueden “parecer”  distintos pero el servicio sólo es válido si nace de la contemplación y ésta sólo es fiable si lleva a la acción. Contemplativos en la acción.
No obstante algún comentarista ve en las dos hermanas la representación del Israel de los tiempos post-pascuales. María, sentada a los pies de Jesús como discípula – algo absolutamente inusual- encarnaría la apertura de Israel a la novedad que trajo Jesús. En ese sentido, y sólo en ese, se entiende el elogio de Jesús: sólo una cosa es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.   
Cuando Lucas escribe esto la iglesia naciente anda a la greña: judeo-cristianos y cristianos venidos del paganismo se miran unos a otros en lugar de centrar la mirada sólo en Jesús. El Maestro deja clara la norma: sólo quien le escucha puede llamarse discípulo.

De trasfondo, Nazaret.

A Jesús nunca se le ocurrió lo que durante siglos han alimentado comentaristas al hablar del evangelio: que un tipo de vida –la consagrada frente a la laical, la contemplativa frente a la activa…- fuera mejor que otra. No pudo ocurrírsele porque Él vivió en Nazaret, con su madre, la fusión perfecta del “lado marta” y el “lado maría” que quizá todos tenemos. María es la mujer perfecta, la que une en sí toda forma de santidad: Ella es primacía de la Palabra y del Servicio.
Por eso es Madre y Figura de la Iglesia.