Domingo XVI del tiempo ordinario
En aquel tiempo, entró Jesús
en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Ésta tenía una hermana llamada
María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se
multiplicaba para dar abasto con el. servicio; hasta que se paró y dijo:
- «Señor, ¿no te importa que mi
hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.»
Pero el Señor le contestó:
- «Marta, Marta, andas inquieta y
nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte
mejor, y no se la quitarán.»
Lc 10,38-42
Situación:
En el camino hacia
Jerusalén, un alto. Jesús ama el hogar y en Betania tiene “casa propia”, la de
sus amigos. Betania quedó para siempre, en la comunidad cristiana, como
paradigma de la comunidad que acoge a Jesús. Betania es descanso para el
corazón, casa de amistad, mesa compartida, servicio y escucha de la Palabra.
Obviamente,
Jesús iba con sus discípulos. Pero en la escena no hay varones, ni siquiera
está Lázaro que, como hombre, era el anfitrión. Los comentaristas suelen hablar
de Marta – quizá por hallarla en su papel de ama de casa – como de la hermana
mayor. De hecho Lucas nos dice que Jesús fue recibido en “casa de Marta”.
Hospitalidad.
Betania
encarna el principio básico de la hospitalidad, tan sagrado en Oriente. A Jesús
le gusta “ser acogido” y vivir en familia. Acepta con normalidad ser huésped de
Zaqueo, de Mateo, de Simón… y convierte la
casa de Pedro en su sede misional. Habría pues que preguntarse hoy si yo acojo
a Jesús, si mi vida y mi corazón es para Él lugar de reposo; si mis obras son “plataforma”
para difundir el evangelio, si mis afectos y sentimientos son evangelizados con
su Palabra…
No deja
de ser oportuno recordar que a nuestro Dios le gusta andar en familia, sentirse
“en casa”…
El juego de miradas.
Imaginemos
la escena. Cotidiana, normal. Dos mujeres que aman entrañablemente a Jesús. Una
lo sirve, otra lo escucha. Son aspectos del mismo amor, irisaciones de la misma
luz. María mira a Jesús, es su centro. Pero Marta, que se desvive por Jesús,
mira a María. Y entra, sin darse cuenta, en esa fuente de sufrimiento que para todo
corazón es la comparación. Marta compara su quehacer con el “quehacer” – que también
lo es- de María. Las comparaciones son siempre fuente de descontento. Porque,
además, cuando hay comparación, uno tiende a imponer una visión o carisma. Desde el momento que Marta ha comenzado a
mirar a María ha nacido en ella un monólogo interior de refunfuño que acaba –
como pasa con esas cosas- por verbalizarse: «Señor, ¿no te importa que mi
hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.»
Probablemente
si María se hubiera ofrecido a ayudar a Marta ésta la hubiera despachado de su
lado con un “quita, quita, que ya me apaño yo sola y además acabo antes”.
Marta no quiere
ayuda, no la precisa. Además, para ella es un honor y un orgullo agasajar al
huésped. Pero la inquietud ha entrado en su corazón desde que ha dejado de
mirar a Jesús para “mirar” qué hace su hermana.
Imagen de la Iglesia
San Ambrosio
decía que “no hay sólo una manera de ser santos”. La Iglesia se
enriquece con los distintos carismas y todos son necesarios. El servicio y la
contemplación pueden “parecer” distintos
pero el servicio sólo es válido si nace de la contemplación y ésta sólo es
fiable si lleva a la acción. Contemplativos en la acción.
No
obstante algún comentarista ve en las dos hermanas la representación del Israel
de los tiempos post-pascuales. María, sentada a los pies de Jesús como
discípula – algo absolutamente inusual- encarnaría la apertura de Israel a la
novedad que trajo Jesús. En ese sentido, y sólo en ese, se entiende el elogio
de Jesús: sólo una cosa es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no
se la quitarán.
Cuando
Lucas escribe esto la iglesia naciente anda a la greña: judeo-cristianos y
cristianos venidos del paganismo se miran unos a otros en lugar de centrar la
mirada sólo en Jesús. El Maestro deja clara la norma: sólo quien le escucha
puede llamarse discípulo.
De trasfondo, Nazaret.
A Jesús
nunca se le ocurrió lo que durante siglos han alimentado comentaristas al
hablar del evangelio: que un tipo de vida –la consagrada frente a la laical, la
contemplativa frente a la activa…- fuera mejor que otra. No pudo ocurrírsele
porque Él vivió en Nazaret, con su madre, la fusión perfecta del “lado marta”
y el “lado maría” que quizá todos tenemos. María es la mujer perfecta,
la que une en sí toda forma de santidad: Ella es primacía de la Palabra y del Servicio.
Por eso
es Madre y Figura de la Iglesia.