XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
El evangelio de este domingo es
uno de los fragmentos que, desde siempre,
ha fascinado a la comunidad cristiana. ¿Quién, por poco que conozca el
evangelio, ignora la parábola del buen samaritano? Subrayaremos, por tanto,
sólo algunos aspectos:
Un maestro ante el Maestro: Jesús no era Rabbí. No había estudiado
en Jerusalén la Torah, como lo hará, por ejemplo, Pablo. La gente le dio
espontáneamente el título de rabbí y Él lo asumió como propio, como uno de los
“títulos” que le gustaban. Pero sorprende que un maestro” auténtico” de la Ley
le dé el nombre de “rabbí” a menos que entendamos que lo hace, como dice el
texto, para probarlo, para provocarlo; su tono debía ir cargado de ironía y
quizá, desprecio. Trataba de desenmascararlo, no de aprender. Pero Jesús le
responde en el mismo tono de ironía con una pregunta que obliga al maestro de
la Ley a responder: ¿Tú eres maestro y no
sabes esto? La respuesta es el texto
de Deuteronomio y Levítico,
un fragmento que conocen hasta los más niños. Jesús parece haber terminado de
prestar atención al maestro de la Ley con su exhortación a vivir lo mandado
cuando éste lanza una pregunta nueva: ¿y
quién es mi prójimo?
Esta es una pregunta que ya no
contestaría un niño porque para los judíos conservadores no eran “prójimos”
todos. Se excluía de este concepto al pagano, al pecador público, al leproso…Y
ahora Jesús acepta el envite.
La parábola del buen samaritano
Los Santos Padres han visto en
este hombre que baja de Jerusalén a Jericó la representación simbólica de la humanidad
entera o, si queremos, la figura de Adán. Jerusalén, cuyo nombre significa ciudad de paz, es el Paraíso. Y Jericó,
ciudad rodeada por murallas, el mundo. La humanidad pues, ha sido expulsada de
la paz del paraíso y el pecado ha apaleado a la persona hasta dejarla medio
muerta.
Pasan cerca de esta humanidad
derrumbada un sacerdote y un levita. No
se trata de que ambos mantengan posturas inmisericordes (que también) sino de
una manera de Jesús de decirnos que la Ley de Moisés, que ambos representan, no
tiene capacidad para salvar a la humanidad. La Ley carece de fuerza para sanar
la profunda herida que el pecado ha infligido en el corazón humano. La Ley,
dirá San Pablo, es sólo una nodriza que ha acompañado al pueblo de Israel en su
minoría de edad. Llegada la plenitud de los tiempos, aparece Cristo,
representado por sí mismo en la figura del buen samaritano.
Sabemos lo que hace ese
samaritano. Pero es preciso subrayar lo que siente: “se compadeció”. Y sólo
después actúa. Jesús subraya nuevamente el valor de la interioridad y la
necesidad de tener “un corazón de carne” y no de piedra.
El samaritano se acerca al hombre
herido. También Dios se acerca a mí, a mis heridas, a mi sufrimiento, a mi
pecado. Sobre mí derrama “vino y aceite”, elementos que algunos comentaristas
ven como prefiguraciones del sacramento del bautismo y la eucaristía. El
samaritano venda heridas (un corazón
quebrantado, tú no lo desprecias…) y carga al hombre en su cabalgadura.
Una iglesia pobre para los pobres
Siguiendo los comentarios, tan
valiosos, de los Padres, vamos a ver en este hostal la imagen de la Iglesia. Allí el hombre herido
sanará, allí será cuidado, alimentado. Allí será devuelto a la vida. Ojalá
todos fuéramos buenos samaritanos que, con nuestras obras, llevamos a las
personas marginales, heridas, desheredadas y rechazadas a una Iglesia
misericordiosa que se preocupa como madre por ellos y los cuida y atiende hasta
el regreso del Señor.
El samaritano da dos denarios al
hostalero. El denario era el sueldo de un día y por tanto se prevé una ausencia
de dos días porque “al tercer día” volverá. Clara alusión a la resurrección de
Cristo.
Y mientras Cristo no vuelve,
queda clara la misión de la Iglesia: salvar, sanar, cuidar. Atender a cuantos
van heridos por el camino.
Cristo no se ha desentendido de
la humanidad, como hizo Caín. Cristo anda por los caminos llevando a todos los
heridos a esa casa de sanación que Él llamó Iglesia.
Anda y haz tú lo mismo.
Al maestro no le queda otro
remedio que reconocer que prójimo es aquel que obra con misericordia. Y Jesús
sentencia: “Anda y haz tú lo mismo”.
Con lo cual da respuesta a la pregunta inicial del maestro de la Ley: ¿Qué tengo que hacer para heredar la Vida
Eterna?”.
Indicar a un maestro de la Ley
que haga lo mismo que un samaritano no deja de ser, en el fondo, una muestra
del sentido del humor de Jesús. Un humor cargado de amor, un humor que invita a
no sentirse poseedor de la Verdad, un humor que derriba murallas (incluidas las
altísimas de Jericó) y acerca personas. Un humor que es expresión de vida
fecunda, de capacidad de sanación.
Un humor que nos hace algo de
falta en la Iglesia, la verdad.