viernes, 21 de junio de 2013

LA CRUZ, EL CAMINO





Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.» Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro tomó la palabra y dijo: «El Mesías de Dios.» Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.» Y, dirigiéndose a todos, dijo: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.  (Lc 9,18-24) 

Del relato evangélico de este domingo me parece vital subrayar el marco en que se halla incrustada la confesión de Pedro, pues la escena precedente y subsiguiente se proyectan, como focos potentes, sobre la que leemos este domingo. Lucas acaba de relatar la multiplicación de los panes: Jesús, nuevo Moisés, da de comer a una muchedumbre. Es el banquete mesiánico, banquete de abundancia que preludia el Reino.
En este contexto – que debía ser de euforia y gozo- Jesús hace su pregunta que, en realidad, son dos:
 
¿Quién dice la gente que soy yo?
¿Quién soy para vosotros?
 
Son preguntas que sigue haciendo  hoy y es esencial contestar, sobre todo, a la segunda. Pedro toma la palabra y en nombre de toda la comunidad eclesial da una respuesta: el Mesías de Dios.
Mesías significa “ungido”. Es título de gloria pero en absoluto significa que Pedro reconozca a Jesús como Hijo de Dios. Esta afirmación sólo nace de la fe post-pascual. La de Pedro nace, en parte, del banquete mesiánico precedente. ¿De dónde nace lo que yo afirmo sobre Jesús? Y sobre todo…¿qué digo yo sobre Jesús con mi vida?
La respuesta de Pedro nos puede hacer ver que todas nuestras propias respuestas sobre Dios son siempre incompletas y, a veces, deformantes. Nunca llegamos a conocer a Dios. Tenemos experiencia de su grandeza pero no la abarcamos. Tenemos experiencia de su bondad y amor pero somos incapaces de imitarlo en plenitud…A veces, tenemos también imágenes falsas sobre Dios.
Hay que aprender a vivir con el Dios que nos desconcierta. Pedro y los otros estaban eufóricos: ¡lo de los panes había sido maravilloso!
Y entonces Jesús viene a “completar” ( y fastidiar) la afirmación de Pedro. No niega que sea el Mesías pero ordena que callen y  escoge para sí un título muy alejado de la gloria: Hijo del Hombre. Y por si acaso lo de los panes fuera la motivación del entusiasmo de Pedro lo enfrenta a la realidad: no me puedes seguir por los panes sino por la cruz.
Podríamos preguntarnos si no añoramos a veces para la Iglesia un cierto reconocimiento, prestigio, una gloria e influencia en la sociedad que nada tiene que ver con su esencia. Preguntémonos si nuestra concepción de la Iglesia es algo mesiánica o se acerca más al sueño del papa Francisco: “¡cómo me gustaría una iglesia pobre para los pobres!”
Este evangelio deja claro que pretender seguir a Jesús sin la cruz es pura quimera. Las últimas líneas parecen ya fruto de esta certeza. Jesús no pudo haber dicho “tome su cruz cada día y sígame”. La cruz era tortura y muerte, no algo para cada día, ni siquiera metafóricamente. Pero la Iglesia primitiva ha descubierto ya el camino a Jesús: la cruz. Y ese camino hay que seguirlo día a día…
Sólo si aceptamos la desfiguración de Cristo, su anonadamiento total, seremos llamados a participar en su transfiguración que es la escena, teñida de  cielo, que se relata a continuación de este evangelio.

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