viernes, 9 de julio de 2010




NAZARET, ESPIRITUALIDAD DE LA PALABRA (III)


Recientemente se habla mucho de volver a la Palabra, al origen, a las fuentes. No hay duda de que en estos últimos años muchos cristianos han descubierto el valor de la Palabra de Dios y han aprendido a amarla. El último Sínodo es buena prueba de la inquietud que siente la Iglesia por alimentar la fe con el conocimiento de Cristo que sólo quien asimila la Palabra llega a tener.
Y no dudamos en afirmar que Nazaret es el prototipo de esa espiritualidad de la Palabra. Pero ¿qué significa eso? ¿Podemos contentarnos con deducir que quien vive en Nazaret conoce y frecuenta las Escrituras de modo que puede decir con el salmista: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”? Vamos a ver si mirando, como siempre, la Trinidad de la tierra logramos ver con claridad en qué consiste esa “espiritualidad de la Palabra”.
El evangelista Lucas nos presenta reiteradamente a María como la mujer que escucha y dialoga con Dios aceptando que ella no puede comprender en totalidad su Palabra. Y vemos a la Virgen ofrecer su vida a esa Palabra de Dios con la frase más bella: Hágase en mí según su Palabra. Y desde ese momento la Palabra se encarna.
José aparece también como hombre de diálogo. Sus sueños están llenos de mensajes angélicos lo cual nos indica que ni al cesar la actividad humana consciente, cesaba el diálogo interior con Dios. Y en ese diálogo José recibe y acoge la Palabra guardando ese silencio que magistralmente definió Pablo VI como “la actividad profunda del amor que escucha”.
¿Y qué decir de Jesús? La primera palabra que tenemos de la Palabra es aquel “Yo debo estar en las cosas del Padre”. Desde niño escucha y lentamente va descubriendo su misión. A los tres les cambió la vida de manera radical ese escuchar la Palabra. Una sola Palabra ha dicho Dios al mundo y en silencio debe ser escuchada (San Juan de la Cruz). Y si algo caracteriza Nazaret es la atención a lo esencial. De ahí que nuestra espiritualidad suponga dar primacía al ser sobre el hacer.
Escuchar supone obedecer y tanto en José como en María vemos que lo hacen “con diligencia” que etimológicamente significa amando. Escuchar y obedecer por amor. Sólo la obediencia refleja la autenticidad de la escucha. Es entonces, es cuando la escucha de la Palabra florece en obediencia que “ tu Palabra engendra fe rendida” aunque los sentidos se equivoquen, como canta bellamente el himno “Adoro te devote”.
Nazaret es hogar de “fe rendida”, de fe absoluta. Los sentidos no suelen acompañar en esa espiritualidad de Nazaret: no hay grandes manifestaciones y los días se suceden unos a otros sin que la espectacularidad aparezca...porque no es ese el estilo de Dios. Nos pasa como al profeta Elías: muchas veces esperamos que Dios se nos manifieste entre truenos y relámpagos y nos cuesta reconocerlo en la brisa suave. “Lo corriente y normal” pueden convertirse en obstáculo para el encuentro con Dios si no hallan “fe rendida”. Es lo que les sucede a los vecinos de Nazaret después de escuchar embelesados a Jesús en la sinagoga. De repente alguien pregunta: “¿No es éste el hijo de José”? (Lc 4,22) Y el hecho de haber visto entre ellos a Jesús desde pequeños los ciega para la Luz; es más: los enfurece contra la Luz. Esta es la experiencia de muchos cristianos que, educados en la fe desde la niñez, han perdido la capacidad de asombrarse ante Dios.
Nazaret supone leer a Dios entre las líneas de nuestra vida porque la Palabra se encarna cada día en nosotros, en nuestra historia, en nuestro quehacer. Y podemos acogerla o rechazarla convirtiendo nuestra existencia en esas tinieblas que nunca alcanzan la Luz (Jn 1,5 ).
Vivir de la Palabra supone tener un río de agua viva en el interior que mana sin cesar y sé encontrar aún en plena noche.
Qué bien sé yo la fonte que mana y corre
Aunque es de noche
” (San Juan de la Cruz)

Para ello, para reconocer el evangelio, la buena noticia en nuestras vidas, es necesario “ponerse de acuerdo con la luz” (Pablo VI). Sólo así se nos revela la significación interior de aquello que vivimos y, también, de aquello que leemos como Palabra revelada. Por ello, aunque sea duro permanecer en la Palabra, quien se alimenta de ella la percibe “dulce como la miel”. (Ez 3,4). Al fin y al cabo es el Señor quien “cada mañana me espabila el oído para que escuche como los iniciados” (Is 50,5) Y si me hace iniciado no es para mi goce personal sino para que mi lengua de iniciado sepa “decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4). Y aliento nuevo, ruah, espíritu que sopló sobre el mundo para una nueva creación, fue la Sagrada Familia, Jesús, María y José.
Queda claro que la Sagrada Familia se alimentaba de la Palabra y, en concreto, de la liturgia sinagogal a la que, como dice el texto de Lucas, Jesús tenía por costumbre asistir. Las palabras que guardamos de María son claras alusiones a textos del Antiguo Testamento y José se nos presenta con rasgos bíblicos. Por otra parte es sumamente significativa la lectura que Jesús hace en la sinagoga de Nazaret del texto de Isaías:

El Espíritu del Señor reposa sobre mí
Porque Él me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar la Buena noticia a los pobres,
A proclamar la libertad a los cautivos
A los ciegos la luz
A libertar a los cautivos y
A proclamar el año de gracia del Señor


El Espíritu del Señor es espíritu de Santidad. Desde toda la eternidad Dios nos ha llamado para ser “santos e inmaculados en su presencia” (Ef 1, 4). Nos ha llamado a participar de su intimidad, a vivir esa vida eterna que sólo se da en la Trinidad.
Y con ello llegamos a la conclusión: vivir la espiritualidad de la Palabra no es otra cosa que vivir la misma vida de Dios. Es “ser santo porque nuestro Dios es santo”. Si Él se comunica conmigo sólo puede comunicarme santidad. Y yo sólo puedo entrar en la escuela de santidad que es Nazaret.
Puede resultar difícil definir el concepto de santidad. Pero si miramos a Jesús, José y María vemos que lo reducen a una expresión: servir.
Ser santo es continuar la obra de Dios, estar dispuesto a todo para colaborar con Él. Ponerse, como Jesús, el delantal y preguntar cada mañana a Dios:
¿En qué puedo ayudarte?

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