martes, 2 de noviembre de 2010

LA BELLEZA DESAPERCIBIDA O EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS


«Un día invernal, a hora punta, un violinista se situó a la entrada de una estación de Metro de Washington y se puso a tocar su violín. Durante cincuenta minutos los precipitados viajeros no paraban mientes en seis piezas de Bach que emitían las cuerdas del afinado violín. Se calcula que pasaron miles en esa hora y fueron muy pocos los que frenaban el paso, escuchaban unos segundos y algunos dejaban caer alguna moneda en el sombrero. Los que controlaban la experiencia pudieron contabilizar que sólo unos seis pararon unos minutos y una mujer agradeció al músico su interpretación. Pero no hubo aplausos y menos alguien que pidiera un bis. En el fondo del sombrero se recogieron 32 dólares.

El violinista que accedió a la experiencia que quiso hacer y filmar el periódico The Washington Post se llama Joshua Bell, uno de los mejores del mundo. Dos días antes de su presencia en el Metro, había llenado un Teatro de Boston con melómanos que –el que menos- había pagado cien dólares por asistir al concierto del afamado músico. Tanto en el teatro como en el Metro había ejecutado las mismas seis piezas de Bach y usado el mismo violín Stradivarius, valorado en tres millones y medio de dólares.

La idea del periódico era realizar un ensayo sociológico sobre el comportamiento de las personas. Comprobaron que el personal puede pasar junto a bellezas o acontecimientos sublime sin captarlos. Si se llevan otras preocupaciones en la cabeza (en este caso las prisas por llegar al trabajo o a alguna actividad), están prácticamente incapacitados para percibir lo que sucede alrededor. Y con frecuencia esta incapacidad se ve agravada por tópicos: “Estos pobres músicos fracasados tienen que recurrir a estas estaciones de metro para sacar un pequeño sueldo”».

Resulta estremecedor pensar en cuánta santidad hay a nuestro alrededor sin que seamos capaces de percibirla. Hombres y mujeres anodinos, vidas normales y corrientes que, quizá, si abriéramos los ojos, nos depararían la sorpresa de su enorme belleza. ¿Cuántas veces habré pasado de largo ante un santo sin darme ni siquiera cuenta? ¿Conviviré con alguno/a?
Quizá haya leído con interés una vida de M. Teresa de Calcuta, de San Francisco...Pero Dios no es un Dios tacaño, el repartió la santidad en toda su creación. Sólo me queda decir: Señor, que vea!
No vaya a ser como esos viajeros del metro: incapaces de belleza.

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