Los garbanzos son plato habitual
en muchas casas. Aunque mucha gente ya los compra cocidos, un buen plato de
garbanzos necesita de la elaboración casera. Y eso supone una noche de remojo
por lo menos. No es pues un plato rápido. Esas pequeñas legumbres son duras
como balas de acero y necesitan ser transformadas para ser comestibles. Sólo
con tiempo se ablandan y puede entonces presentarse un delicioso plato de
garbanzos, garbanzas (diferencia canaria que nunca he entendido muy bien) y
hasta mousse de garbanzos.
Es preciso hacer el garbanzo.
Dios necesita también tiempo para cambiar mi corazón, duro a veces como una
roca…o un garbanzo. Necesito sumergirme en su ambiente aún cuando nada sienta
ni experimente. Ese rato diario en la capilla, ese trayecto que en el coche
aprovecho para poner el evangelio en mp3…ese retiro que me cuesta…ese silencio…
Cuando nada siento en la oración,
es posible que sea tiempo de hacer el garbanzo: sólo estar y confiar que él va
haciendo su obra, que Él me va cambiando el corazón, suavizándolo. El garbanzo
me enseña una profunda lección de abandono. Recuerdo que cuando mi madre había
puesto los garbanzos en remojo, apagaba la luz de la cocina y se acostaba. Como
el campesino que sembró y se fue a dormir dejando, confiado, que la semilla
creciera sin que él supiera cómo. Los garbanzos quedaban en mi casa en un
puchero de agua a oscuras. Al día siguiente eran alimento para todos.
Que aprenda del garbanzo, Señor.
Si tú cuidas de él y lo cambias…¿no vas a cuidar de mí en esas noches oscuras
en que nada siento, nada veo y de todo dudo?
También yo quiero ser alimento
para el mundo…Enséñame a hacer el garbanzo
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