Me lo contaba con lágrimas en los
ojos y, pese a todo, un brillo en ellos que les daba vida. Mi amigo perdió a su
hijo hace poco en un trágico accidente. Un padre, me decía, nunca se rehace de
un golpe así…pero…
Intuí que me iba a abrir su
corazón y me asombró un poco ese pero.
Es hombre de familia, tiene cuatro hijos – uno ya en el cielo – y varios
nietos. Del hijo fallecido le queda un nieto adolescente, casi joven.
Ahora – me decía- lo miro de
manera distinta. No me había dado cuenta pero es el vivo reflejo de su padre.
Tiene sus mismos ojos, ¡su misma risa! No sé si me lo imagino pero hasta tiene
sus mismas manías en la comida. Es como si lo volviera a tener en casa, otra
vez joven…No quiero hacer diferencias con mis nietos pero éste me llega al
corazón…es como abrazar a mi hijo otra vez…reñirlo otra vez (el otro día tuve
que hacerlo y Dios sabe lo que me costó), enseñarle de nuevo lo que ya enseñé a
mi hijo…Mi hijo ha muerto, sí. Pero cuando Jordi entra por la puerta es como si
entrara de nuevo mi hijo…
Sin saberlo mi amigo me explicaba
qué es ser cristiano. Algo tan simple como vivir de manera que el Padre vea en
nosotros a su Hijo Amado. Que le llegue al corazón nuestra fisonomía, nuestra risa, nuestra manera de mirar. Que su Hijo
clavado en cruz viva en nosotros porque tenemos sus mismos sentimientos, su
estilo de vida, hasta sus mismas “manías”. Que cuando el Padre nos mire, su
corazón se sienta consolado porque Jesús vive en nosotros y su sangre no ha
sido derramada en vano.
Entiendo a mi amigo, sí. Pero
ahora entiendo más cómo debo vivir. Para que cuando yo entre por la puerta sea
como si entrara de nuevo Jesús.
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