martes, 22 de octubre de 2013

JESÚS APRENDE (y III)


                                        EL CENTURIÓN DE CAFARNAUN. Lc 7,1-10

El centurión de Cafarnaún viene definido como un hombre que ama mucho. Ama mucho a su criado enfermo y ama al pueblo que, supuestamente, domina.
Enterado de la presencia de Jesús en Cafarnaún, el centurión se vale de sus contactos para pedir la curación de su siervo. Pero este valerse de los ancianos, las autoridades judías  de Cafarnaun, es también un gesto de delicadeza para con Jesús, como lo será la insistencia en que no vaya a su casa. Según la ley judía si Jesús hubiera entrado en casa del centurión hubiera quedado impuro. (Resulta muy curioso que sean las mismas autoridades judías quienes le instan a transgredir la ley religiosa. ¿Nos hallamos ante una interpretación más flexible de la ley o ante una demostración del interés de estar a bien con los romanos por encima de las propias leyes? ¿Hubieran entrado ellos en casa del centurión?)

Sea como sea, Jesús va hacia la casa del centurión cuando le llegan los amigos de éste: “No hace falta que vengas. Dilo de palabra”
Es como si dijera: confía, cree tú mismo en el poder de la Palabra. Su fuerza es tal, que tu persona no es necesaria. Será así en el futuro cuando ya no estés. Tienes que aprender a no estar. A dejar que la Palabra opere, pues es lo bastante poderosa para ello.
Jesús estaba acostumbrado a “estar junto a”, a “estar con”. Estaba acostumbrado a que, incluso, tocaran su cuerpo, se acercaran a él por detrás. Y este centurión le “alarga” la fe, le dice que ni siquiera Él es importante, sólo el poder de Dios que tiene la Palabra.
Pocas veces se señala en el evangelio que Jesús se admirara. Pero en esta ocasión la fe del centurión en el poder de la Palabra de Jesús excede toda normalidad. De ahí que el elogio – que contiene algo de reproche- sea también sin medida: “¡Ni en Israel hay tanta fe!”
El criado sana. Y Jesús saborea un tiempo en que Él no estará y la Palabra seguirá viva y eficaz. La casa del centurión puede ser muy bien imagen de nuestra Iglesia, de nuestro mundo, que ya no vive la presencia física de Jesús, pero sigue recibiendo y viviendo del milagro diario que la Palabra realiza.
Nadie es imprescindible. Y no ha querido serlo el Hijo de Dios. Pero se lo enseñó un centurión romano. ¿Pensaría en él cuando en la cruz viera otro centurión? ¿moriría Jesús más consolado porque había conocido ya que la Palabra seguiría actuando sin él?

A MODO DE CONCLUSIÓN
Tengo que justificar que, de niña, me enseñaron a “meterme” en el evangelio, a vivirlo desde dentro. A completar lo que el evangelista no contaba. Estoy segura que si un sesudo o sesuda biblista leyera estas líneas las tildaría de fantasía. Pero algo muy veraz encierran, algo sobre lo que no meditamos mucho: Jesús aprendió hasta el último día de su vida. Sus mediaciones fueron las mismas que yo tengo: la gente, el día a día, los sucesos irrelevantes…
Sólo me queda subrayar que Jesús aprende donde hay amor. Hay amor en María, que se preocupa por los novios, en la cananea, que sufre por su hija. Y desde luego hay mucho amor y finura en ese centurión romano.
¿Es mi vida una mediación para otros porque yo también sé lo que es amar mucho?



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