"En el centro de este domingo, con el que se termina
la octava de pascua, y que San Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina
Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.
Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a
los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la
resurrección. Pero Tomás aquella tarde no estaba; y, cuando los demás le
dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara
aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo
en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió
a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel
hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante
de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe,
pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo
resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el
signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer
en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor,
misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos:
«Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5).
San Juan XXIII y San Juan Pablo II tuvieron el valor
de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado
traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de
él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf. Is 58,7),
porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos,
llenos de la parresía del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y
el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX.
Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte;
fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia;
en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas
cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres contemplativos de las llagas de
Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un
«gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo
resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La
esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del
vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a
causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos
papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron
abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta esperanza y esta alegría se respiraban en la
primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los
Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42-47). Es una comunidad en la que se vive la
esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y
fraternidad.
Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio
Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el
Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisonomía
originaria, la fisonomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos.
No olvidemos que son precisamente los santos quienes
llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, San
Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir
y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado. Éste fue su gran servicio a la
Iglesia; fue el Papa de la docilidad al Espíritu.
En este servicio al Pueblo de Dios, San Juan Pablo
II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado
ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos
viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que
él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.
Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de
Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino
sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que
ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos
en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona,
porque siempre ama”.
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