viernes, 6 de julio de 2012


EVANGELIO DEL DECIMOCUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
JESÚS EN NAZARET

El evangelio de este domingo (Mc 6,1-6) resulta incómodo para aquellos que intentamos “vivir en Nazaret”. Porque pone de manifiesto un Nazaret que no es ámbito de Salvación, un Nazaret que tiene legañas en los ojos y no sabe ver, un Nazaret que se define por su cerrazón. Es decir, un Nazaret que es el primero en “crucificar” a Jesús.
Jesús va a Nazaret. Ya había comenzado a manifestarse su Gloria y cabe suponer que se retira a su pueblo unos días para “descansar”. Descanso que debió hallar en su madre pero que sus amigos de infancia, sus convecinos y sus parientes le negaron.
Va a Nazaret y nada ocurre hasta que llega el sábado. No sabemos si estuvo muchos días pero sí se nos insinúa que nada anormal sucedió hasta el sábado. Posiblemente sus amigos y parientes se acercaron a verle, se abrazarían, compartirían sonrisas y mesa. Todo normal.
Pero el sábado se puso a enseñar en la sinagoga y su predicación suscitó múltiples preguntas (aprovecho para decir a mis amigos curas que eso es lo que debe hacer toda predicación).
Las preguntas de los nazarenos van todas en la misma dirección: a éste le conocemos. Lo hemos visto crecer, conocemos su familia, sabemos su oficio. En realidad no son preguntas porque no esperan respuesta alguna. Son objeciones que niegan la evidencia, algo que con frecuencia hacemos cuando nos encontramos con la Providencia de Dios, con su Amor.  Los datos que nos dan los nazarenos en forma de pregunta son datos sobre la humanidad de su vecino Jesús.
Ese es el gran obstáculo: Dios se ha encarnado, se ha hecho un buen vecino, amigo para quienes lo quieran así, y esa cercanía es motivo de rechazo para muchos que se mantienen apegados a la imagen previa que de Dios se han hecho.
A Jesús los nazarenos lo habían visto pequeño, débil, uno más. Ahora lo ven investido de sabiduría quizá porque Jesús hizo de lo pequeño la gran escuela espiritual. Cualquier nazareno, cualquiera de nosotros puede alcanzar la sabiduría divina si frecuenta, como Jesús, la escuela de la cotidianidad, el gran libro de Dios.
Pero para los nazarenos pequeñez y grandeza se contraponen, se excluyen. Curiosamente para muchos cristianos esto sigue siendo así. Nos gustan las vidas íntegras, redondas, casi planas. Las polaridades nos incomodan. Descubrir que Henry Nouwen, el gran autor espiritual autor de libros tan bellos y profundos como “El regreso del hijo pródigo” y “El sanador herido” era homosexual hizo que muchos que devoraban sus libros lo rechazaran frontalmente. Conocer las miserias de la Iglesia que la prensa publica un día sí y otro también ha hecho que algunos se alejen de ella y consideren el bien que hace pura hipocresía. Saber que M.Teresa de Calcuta vivió a la orilla de la no fe durante años, preguntándose por la existencia de Dios,  ha escandalizado  a muchos. Seguimos igual que siempre: nos gustan las recetas, nos gusta que lo blanco sea blanco y lo negro, negro. Malos y buenos, como en las películas.
Pero a nuestro Dios le gusta lo contrario. Le encanta lo pequeño y lo considera recipiente ideal para albergar la Grandeza. Le gusta y ama el pecador santo y la acción contemplativa tanto como la contemplación hecha acción; las vírgenes madres y las madres vírgenes. Dios no vive en la disyuntiva “o” sino en la conjunción “y”…
El Nazaret que conocemos este domingo no es otra cosa que nuestro corazón. Nuestra humanidad, la pequeñez de cada día, con todas las debilidades, con el pecado consentido, con las dudas y negaciones, con la lejanía voluntaria, es el ámbito perfecto para que Jesús se yerga e irradie su sabiduría. A ver si entendemos de una vez que, incomprensiblemente, mi indignidad fascina a Dios.
Nazaret es mi corazón. Un corazón que a veces abraza a Jesús y otras se escandaliza y se cierra a su acción. Nazaret es también lugar de misión.
Para ser descanso de Jesús necesito aprender que el hijo de mi vecino, la señora viejecita que me encuentro cada día o el niño pesado que no me deja en paz puede ser la gran Palabra de Salvación que Dios me envía. No vayamos a rechazarla sólo porque “ya lo conocemos”.
Acostumbrarnos a Dios, a  la Eucaristía, a poder rezar el padrenuestro, a ser perdonado…es la manera más rápida de llegar a una inconsciente apostasía.  
No nos acostumbremos a Jesús. 

domingo, 1 de julio de 2012

 


EVANGELIO  DEL DECIMOTERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

LA HEMORROÍSA Y LA HIJA DE JAIRO

A veces me resulta paradójico caer en la cuenta de que a medida que  mi oración se va haciendo más silenciosa, mi corazón se va poblando de nombres. Hay días, más cansados, más rutinarios, más dormidos, en los que no tengo nada que decirle a Dios. Sólo estoy con Él. Y entonces dejo que lea los nombres que llevo escritos en mi corazón.
Hoy, leyendo el evangelio de este domingo, el precioso texto de Marcos que nos relata la curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 21-43) han saltado dos nombres entre todos para presentarlos a Dios. Este final de curso tan lleno y a la vez tan agobiado, por muchos factores externos a mí, Dios me ha regalado el testimonio de muchas personas que buscan sinceramente a Dios, que lo buscan a oscuras o a media luz, que lo buscan diciendo que no lo entienden, que no saben si creen, que lo añoran…Para mí siempre es un don poder hablar con un buscador de Dios.
Quisiera hablar a estos dos buscadores sobre el evangelio de hoy. Tanto la niña que muere, la hija de Jairo, como la mujer que sufre pérdidas de sangre son un reflejo de almas buscadoras. Centrémonos en la mujer que pierde sangre. La sangre es principio de vida y esta mujer anónima hace muchos años, doce, que pierde la vida instante a instante. Ha recurrido a toda clase de tratamientos y sólo ha conseguido empeorar y arruinarse. Esa mujer encarna el corazón que ha quedado herido en algún recodo del camino  de la vida y lleva tiempo desangrándose. Una mala experiencia, un dolor no superado, una profunda decepción… ponen en juego, con frecuencia,  los cimientos del corazón; a muchos se les pierde la esperanza, la confianza en las personas…a otros se les va diluyendo la fe…Hay un conducto por el cual la vida se escapa y nos deja débiles, enfermizos. La primera reacción puede ser la de buscar remedios que nos evaden, nos enajenan. Hasta que percibimos que no hay nadie que pueda curarnos sino Dios. Y comienza un lento retorno a su persona, a su trato. Un retorno que, muchas veces, se hace como lo hace la mujer: acercándose por detrás. Tocar la orla de su manto, sólo eso. Mientras se cree tener poca fe, mientras se cree vivir a oscuras, haber perdido el “derecho” a ver su Rostro…los demás, los que asistimos a esa búsqueda, somos conscientes de que estamos ante un corazón que tiene tanta fe como para acercarse a Dios sin grandes exigencias, sin “grandes anhelos”. Basta ir por detrás.
Llegarle a Jesús por detrás…¡qué camino de excelencia espiritual! “Acercarse por detrás” supone en primer lugar, acercarse. Salir de mi estadio habitual y hacerme “próximo a”. Dios quiere hacernos el bien, quiere sembrar mi vida de luz. Sólo me pide cercanía. No pide perfección, una fe sin fisuras ni dudas, una personalidad desbordante o una caridad excepcional. Pide cercanía. Me quiere a su lado. Sólo así podrá obrar, sanar mi corazón herido, ser mi luz… ¿me acerco a Jesús?
Situarse detrás es ya un acto explícito de una virtud que es espacio propicio para la  santidad: la humildad. La mujer no busca protagonismo, no explica, no habla. ¡Ni tan sólo pide que Jesús la mire! A veces nos parece que los grandes ejemplos de esa fe que no alcanzamos son personas que viven sabiéndose miradas por Dios. Hoy, el evangelio nos propone otra situación que nos es válida para esos momentos en que parece que hemos perdido el norte, para esos tramos de la vida en que uno se pregunta dónde está Dios. Porque puede que no nos permita ver su rostro, puede que no sintamos consolación en la oración, puede que la duda nos atenace…pero siempre podemos poner el pie donde Él lo puso. Porque ir detrás es la actitud del discípulo que sigue. Y eso basta: seguir a Jesús.
Pero la cercanía con Jesús, sana. La orla de su manto, el conducto por el cual nos llega la sanación,  puede ser una conversación, un amigo, un testimonio, una vuelta a los sacramentos, a la oración, un dolor…¡tantas cosas! Habrá momentos en que no “veamos” a Jesús. Pero siempre tenemos a nuestro alcance…la orla de su manto.
La otra mujer, niña aún, está aparentemente muerta. Como tantas “fe” que parecen no latir, no llenar de vida la propia existencia. Pero interviene, sanador como otra orla de manto, el amor del padre. El padre se moviliza cuando su niña está “en las últimas”. Y solicita de Jesús dos cosas: Ven. Tócala.  Y Jesús va pese a que, en el último momento, llega la noticia triste: la niña ha muerto. Sabemos que le dieron la noticia al padre…pero Jesús oyó. Muchas veces ocurre así: no le damos la noticia a Dios de nuestra vida, se la contamos a un amigo, a la mujer, al esposo, al sacerdote…pero Dios oye igualmente y como, por suerte, no tiene nuestros criterios el hecho de que Él no haya sido informado directamente no le impide hacernos el bien. Más a fondo, este jefe de la sinagoga que se acerca a Jesús es todo un reconocimiento del Antiguo Testamento que se inclina ante el Mesías prometido.
Jesús le dice a Jairo: no temas, basta que tengas fe. Siempre decimos que el mandato de Jesús es el amor pero para amar, como para tener fe, hay que ahuyentar todo temor. Por eso Jesús, a tiempo y a destiempo insiste: no temas, no tengan miedo…Se lo dice incluso a María, a José. Y lo repite hasta la saciedad. ¿Por qué prestamos tan poca atención al mandato de Jesús de no temer? Un corazón temeroso no puede amar, no puede creer. Sobre todo, no puede ser feliz. Cuando nos protegemos, cuando porque nos hirieron una vez, nos replegamos, cuando calculamos…nos alejamos de la propia felicidad. Dios nos quiere valientes, con la osadía de quien sabe que su Padre cuida de los pajarillos, de los lirios del campo… ¿qué puede entonces pasarme a mí? La fe es incompatible con el temor. Y Jairo cree…por amor a su hija, a quien quiere viva. A Jesús no le importan los motivos de nuestra fe, ya nos dará tiempo después para purificarla. También el hijo pródigo vuelve a casa por motivos oscuros pero recibe el abrazo y la fiesta, que no merecía, desde luego. Pero es que, básicamente, Dios es “raro”. Es decir, distinto de nosotros.
Jesús coge a la niña de la mano. Quizá este domingo tengamos que decir: “agárrame, Señor” Sólo si me reconozco débil Dios podrá desplegar el poder de su Salvación. Por eso resulta “tonta” la imagen de fuertes que nos creamos. Odiamos parecer débiles, cuando la debilidad asumida es orla de manto que sana.
Este domingo partamos de nuestra propia situación para dejar actuar a Dios. Que no se nos escape la vida, que no la dejemos morir. Y hagamos caso del mandato casero de Jesús: dar de comer. Alimenta tu corazón, tu fe, tu interioridad.  Dale cada día de comer.




miércoles, 27 de junio de 2012



Hola amigos/as! he estado desaparecida un tiempo pero retomo el blog con un corto excelente que puede ayudarnos. Hay que vencer el mal a  fuerza de bien así que...¡no nos cansemos de obrar el bien! Y...al estilo de Nazaret, porque el bien si es callado y silencioso tiene perfume de santidad.

sábado, 31 de marzo de 2012

Cuando el cine lleva a Dios...

Les pongo aqui la presentación que nos sirvió para comenzar a practicar la Lectio Divina. Tal como lo pidieron iré colgando el material de las reuniones. Y a ver si retomo los post!

sábado, 4 de febrero de 2012

jueves, 5 de enero de 2012


EL TALLER DE NAZARET O LA ESPIRITUALIDAD REPARADORA

Entrar en el taller de Nazaret, cada vez más presente en el arte, es toda una experiencia de sanación. El taller es el lugar de construcción, de trabajo y creatividad. Pero José debía ganarse el pan de los suyos básicamente con una tarea quizá no tan atractiva: reparar utensilios rotos, cachivaches que aún podían servir, herramientas melladas…

En el taller de Nazaret la figura de José cobra un protagonismo total. Y no podía ser de otra manera puesto que él es, en palabras de L.Boff, la personificación del Padre. Dios Padre crea porque no puede hacer otra cosa que crear como expansión de su propio ser. Y repara y venda corazones rotos porque no puede más que amar y “un corazón roto, Tú no lo desprecias, Señor”.

Entrar en el taller de Nazaret supone estar dispuesto a abandonarse en manos del Artesano. Las manos en acción son expresión directa del amor, de un corazón misericordioso que ve en un deshecho la belleza original que tuvo en un principio.

Hoy se ha puesto muy de moda restaurar. No todo el mundo tiene la capacidad para hacerlo pues requiere una infinita paciencia, suma delicadeza y un amor tierno por un objeto que otros han dado ya por inservible. No deja de ser llamativa esta afición a restaurar pues nace en una sociedad de usar y tirar, donde tener ya unos años plantea la necesidad de cambiar la plancha, el coche o lo que sea, pese a estar en buenas condiciones. Pienso que ahora que tan olvidada está la espiritualidad de la reparación Dios nos envía señales: si un mueble restaurado tiene además el valor añadido del inmenso cariño con que se ha reparado…¿cuánto más no vale la persona, reparada con la entrega de Cristo en la Cruz, una entrega que nos restaura a todos aunque no seamos conscientes de ello?

Cuando José tomaba en sus manos un objeto, un yugo, un arado o cualquier otra cosa reconocía su imagen original. Porque hablar de reparar es hablar de tomar conciencia de haber sido imagen de Dios y haberla roto. Por eso voy a Nazaret: porque en ese hogar la imagen de Dios no sólo no se ha roto sino que ha llegado a su máxima expresión: Jesús, José y María son imagen viva de la Trinidad del cielo, son Dios caminando por las calles polvorientas de Nazaret

“ Lo extraordinario no es que aparezca lo nuevo, que lo nuevo irrumpa, invada, surja y conquiste… como nuevo – decía Tillich–. Lo asombroso, es que lo haga “bajo las condiciones de lo que ya existe”. En Nazaret Dios ha entrado “bajo las condiciones de lo que ya existe” bajo una humanidad maltrecha que Jesús viene a redimir. Necesita para ello la mejor escuela, necesita empaparse de los gestos, las miradas y palabras de los que son Inocencia Original, Hombre y Mujer sin tacha: José y María. Así debo asumir mi propia reparación: lo nuevo emergerá en mí desde mi propio ser, con mis límites, mis luces y mis sombras. Pero también yo, por supuesto, necesito sumergirme en la Imagen primigenia.

Entrar en el taller de Nazaret supone por tanto vivir en humildad y abandono. Humildad porque mis deterioros sólo se reparan cuando se analizan, cuando no se ocultan.

“El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia. Bienaventurado el hombre que siempre teme a Dios; Mas el que endurece su corazón caerá en el mal”. Proverbios 28,13-14

Abandono porque “lo que agrada a Dios, dirá Teresa de Lisieux, es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega en su misericordia.”. Para que Dios pueda repararme necesita mi “pasividad”, una pasividad que es la acción más profunda de mi corazón pues supone un acto de amor, fe y esperanza a la vez. Sólo así Él « restaura a los abatidos y cubre con vendas sus heridas. »(ps 147,3)

Vamos por la vida rotos, heridos. Algunas veces son las circunstancias, las malas relaciones las que nos hacen sentir abatidos. Pero en esencia lo único que nos rompe, lo único capaz de quebrar la imagen de Dios es el pecado. Ante eso sólo nos queda recordar que “un corazón quebrantado y humillado, Tú no lo desprecias, Señor” (ps 50).

Tengo para mí que Dios disfruta reciclándonos, reparándonos. Espera con ansia nuestra tímida llamada a la puerta del taller para poner su mano sobre nosotros: “Detrás y delante me rodeaste, y sobre mí pusiste tu mano” (ps 139,5). Lo primero, confortar, consolar. Y con esta premisa ya puedo ir preguntándome si yo soy taller para otros, si mi vida sana heridas, si mi mano y mi mirada son reconfortantes, sanadoras.

El taller de Nazaret es ámbito de crecimiento del niño y adolescente Jesús. Allí aprenderá de roturas y estropicios, desgastes y malos usos. Ver a su padre José restablecer la belleza donde había caos va a ir fortaleciendo la vocación de Jesús, pues para eso ha venido. Y cuando esa vocación florezca Él entenderá nuestros quebrantos pues va a vivir también la soledad, la angustia, la traición de los suyos, el silencio del Padre, el fracaso incomprensible. Asumiendo nuestros dolores, “sus llagas nos curaron” (Is 53,5)

El profeta Isaías tiene bellos textos sobre la reparación que Dios obra en nosotros:

"Y los tuyos edificarán las ruinas antiguas;

los cimientos de generación y generación levantarás,

y serás llamado reparador de portillos,

restaurador de calzadas para habitar".

(Isaías 58:12)

¿Qué son los portillos? El diccionario más sesudo habla de abertura en la muralla, hueco que queda en algo quebrado y también puertas pequeñas no muy cuidadas. En definitiva, una abertura, una grieta. Ir al taller de Nazaret supone dejar que Dios “husmee” todos mis portillos, los que quizá ya tengo resecos y los que aún duelen.

Mis portillos pueden ser heridas que la vida me hace pero pueden ser también zonas que, por abandono y dejadez, se han ido deteriorando en mi vida humana y espiritual. La incapacidad de perdonar, la comodidad y pereza espiritual, el abandono de la oración, el deseo de controlarlo todo, especialmente mi vida, la impaciencia, la mentira e incoherencia, el despilfarro de mis talentos, la omisión del bien que estoy llamado a hacer…¡hay tantos portillos! La mirada amorosa de Dios pone de relieve mi imperfección pero Él es el “reparador de portillos” y en sus manos debo abandonarme. Él sabe qué delicada restauración preciso, qué me sana, qué cierra ese portillo por el cual se me va la vida entera. Porque no solemos ser grandes ni siquiera en el pecado. No. Perdemos la vida desangrándonos poco a poco y de forma inconsciente por varios, muchos o un único portillo.

En el taller de José se restauran también “las calzadas para habitar”. En una lectura superficial podemos pensar que las calzadas no son para habitar, que nadie planta en ellas su morada. Pero creo que el sentido de este texto es que las calzadas deben ser habitables, es decir, transitables por su uso habitual. Una calzada por la que nadie pasa se llena de abrojos y matas y muy pronto desaparece. Quizá deberíamos preguntarnos si los caminos que llevan a nuestro corazón son habitables, transitables. Porque no se trata de una nimiedad. Sólo si encontramos el camino a nuestro propio corazón podemos descubrir la Imagen de Dios que habita en mí y podemos alcanzar la Santidad. Quizá por eso podríamos hacer nuestra la oración de la hermana de Lázaro: Señor, el que amas está enfermo (Jn. 11, 3). La podríamos rezar sabiendo que yo soy el amado/a enfermo y que Dios desea alojarse en mi casa para sanarme y rescatarme de las garras de la muerte. Para ello debería hallar un camino transitable. Dios tiene un único camino y ese camino es el nuestro: el amor. “y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros…” (Ef.5:2)

Entrar en el taller de Nazaret es, en definitiva, entrar en una espiritualidad eucarística. Es dejarnos convertir en cuerpo de Cristo y para ello es preciso que Dios nos tome, nos bendiga, nos parta y nos reparta.

Dios me toma. Como un bebé en brazos de su madre así me lleva Dios. La única actitud “normal” es el abandono, la confianza. Aunque pase por valles de tinieblas, Él me ha tomado en sus brazos. Nada puedo temer, nada me puede dañar. Mis heridas son curadas por sus manos sanadoras, por su mirada.

Dios me bendice. Dios dice bien de mí, escruta mi corazón y ve todo el amor que hay aunque a veces yo no lo vea porque no dejo que florezca y crezca libremente. Después que Él me miró “gracia y hermosura” dejó en mí. Él me dice que yo soy un bien imprescindible para el mundo, un tesoro para mis hermanos.

Dios me parte. Porque Dios también duele. Duele cuando desmonta mis tingladillos, cuando deshace mis seguridades, mi mundo de instalación. Si hay algo cierto es que si entras en Nazaret tu mundo se va a desmontar.

Dios me reparte. Curado, sanado, Dios me envía al mundo. Ahora yo debo ser taller para los otros, yo debo ser reparador de portillos, restaurador de calzadas. La mía, la que lleva a Nazaret debe estar limpia y debe ser frecuentada.

Reconozcamos que necesitamos con urgencia ser reparados. Y llamemos al taller de Nazaret. José nos abre la puerta y, tarde o temprano, aparecerán María…y Jesús.

Y el taller será dulce Paraíso.



ORACIÓN DE SANACIÓN



Padre de bondad, te bendigo y te alabo y te doy gracias

porque por tu amor nos diste a tu hijo Jesús,

gracias Padre porque a la luz del Espíritu

comprendemos que él es la luz, la verdad y el buen pastor

que ha venido para que tengamos vida

y la tengamos en abundancia.

Hoy, Padre, me quiero presentar

delante de ti, como tu hijo.

Tú me conoces por mi nombre

pon tus ojos de Padre amoroso en mi vida.

Tu conoces mi corazón

y conoces las heridas de mi historia,

Tu conoces todo lo que he querido hacer

y no he hecho.

Conoces también lo que hice

o me hicieron lastimándome.

Tú conoces mis limitaciones,

mis errores y mis pecados

conoces los traumas y complejos de mi vida.

Hoy, Padre,

te pido que por el amor

que le tienes a tu hijo Jesucristo,

derrames tu santo espíritu sobre mi,

para que el calor de tu amor sanador

penetre en lo más íntimo de mi corazón.

Tú que sanas los corazones destrozados

y vendas las heridas

sáname aquí y ahora de mi alma

mi mente, mi memoria y todo mi interior.

Entra en mi Señor Jesús,

como entraste en aquella casa

donde estaban tus discípulos

llenos de miedo.

Tú que apareciste en medio de ellos y les dijiste:

“Paz a vosotros ”

Entra en mi corazón y dame tu paz.

Lléname de tu amor,

Sabemos que el amor echa fuera el temor.

Pasa por mi vida y sana mi corazón.

Sabemos, Señor Jesús,

que tu lo haces siempre que te lo pedimos

y te lo estoy pidiendo con María, mi madre,

la que estaba en las bodas de Cana

cuando no había vino

y tu respondiste a su deseo,

transformando el agua en vino.

Cambia mi corazón y dame un corazón generoso,

un corazón afable, un corazón bondadoso,

dame un corazón nuevo.

Has brotar en mi

los frutos de tu presencia.

Dame el fruto de tu Espíritu que es amor,

paz, alegría.

haz que venga sobre mí

el Espíritu de las bienaventuranzas,

para que pueda saborear

y buscar a Dios cada día,

viviendo sin complejos ni traumas

junto a los demás,

junto a mi familia, junto a mis hermanos.

Te doy gracias padre,

por lo que estás haciendo hoy en mi vida.

Te doy gracias de todo corazón

porque tú me sanas,

porque tú me liberas,

porque tú rompes las cadenas

y me das la libertad.

Gracias, Señor Jesús,

porque soy templo de tu Espíritu

y ese templo no se puede destruir

porque es la casa de Dios.

Te doy gracias Espíritu Santo por la fe,

gracias por el amor que has puesto en mi corazón,

¡qué grande eres Señor Dios Trino y Uno!

Bendito y alabado seas, Señor.

Oración del P. Emiliano Tardif