El otro día, en una rueda de
testimonios de vida, conocí a Sonia e Iván.
Sonia, atleta, quedó ciega a los
21 años por un accidente. Lo contaba con soltura, sin aspavientos, centrándose
en su decisión de luchar por su autonomía. Se agarró al deporte, se empeñó en
seguir saliendo a correr. Narró con gracia los castañazos que se llevó, las
lesiones y caídas. Hasta que Iván la vio. Fue él quien la vio, obviamente. Él
es también deportista y vio correr a Sonia, intuyó su potencial. Se le acercó y
se ofreció a ser su guía.
Hoy Sonia ha ganado carreras de
invidentes y participa ya en las integradas, compitiendo con atletas que no
tienen discapacidad alguna. Mientras Sonia hablaba yo me fijaba en Iván, a su lado, callado.
Sólo cuando Sonia le preguntó algo para que interviniera se oyó su voz unos instantes.
Y de nuevo se retiró para dar protagonismo a Sonia. Ella explicaba cómo Iván corre a su lado
hablando continuamente, describiéndole el paisaje, avisándole de peligros,
piedras o giros del camino. Iván llega a la meta agotado mentalmente pues no
puede parar de hablar, él es los ojos de Sonia. Si él calla, Sonia se pierde,
se desconcierta. Forman una unidad admirablemente sincronizada: apenas Iván
dice algo, el cuerpo de Sonia ya lo ejecuta.
Y me pareció que esos jóvenes
veintiañeros eran una imagen de lo que
es el cristiano y la fe. Porque muchas veces soy ciego a la Vida auténtica, no
veo lo importante. Pero me bastaría agarrarme de Jesús y sincronizar mi vida
con su Palabra para poder correr, como Sonia, sin miedo. Con esfuerzo, sí, pero
con una enorme confianza en que Jesús es mi guía y corre conmigo. Aunque no vea
nada, Él no me abandona. Sólo hace falta aguzar el oído. Y fiarme.
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