lunes, 2 de diciembre de 2013

EL EVANGELIO DE LA VIDA


El otro día, en una rueda de testimonios de vida, conocí a Sonia e Iván.
Sonia, atleta, quedó ciega a los 21 años por un accidente. Lo contaba con soltura, sin aspavientos, centrándose en su decisión de luchar por su autonomía. Se agarró al deporte, se empeñó en seguir saliendo a correr. Narró con gracia los castañazos que se llevó, las lesiones y caídas. Hasta que Iván la vio. Fue él quien la vio, obviamente. Él es también deportista y vio correr a Sonia, intuyó su potencial. Se le acercó y se ofreció a ser su guía.
Hoy Sonia ha ganado carreras de invidentes y participa ya en las integradas, compitiendo con atletas que no tienen discapacidad alguna. Mientras Sonia hablaba  yo me fijaba en Iván, a su lado, callado. Sólo cuando Sonia le preguntó algo para que interviniera se oyó su voz unos instantes. Y de nuevo se retiró para dar protagonismo a Sonia.  Ella explicaba cómo Iván corre a su lado hablando continuamente, describiéndole el paisaje, avisándole de peligros, piedras o giros del camino. Iván llega a la meta agotado mentalmente pues no puede parar de hablar, él es los ojos de Sonia. Si él calla, Sonia se pierde, se desconcierta. Forman una unidad admirablemente sincronizada: apenas Iván dice algo, el cuerpo de Sonia ya lo ejecuta.

Y me pareció que esos jóvenes veintiañeros  eran una imagen de lo que es el cristiano y la fe. Porque muchas veces soy ciego a la Vida auténtica, no veo lo importante. Pero me bastaría agarrarme de Jesús y sincronizar mi vida con su Palabra para poder correr, como Sonia, sin miedo. Con esfuerzo, sí, pero con una enorme confianza en que Jesús es mi guía y corre conmigo. Aunque no vea nada, Él no me abandona. Sólo hace falta aguzar el oído. Y fiarme.

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