Me contaba un día una madre que
ella en casa, cuando su hijo pequeño se portaba mal, no necesitaba gritar ni
castigarlo. Sencillamente, durante una mañana o una tarde – nunca era más – no
lo miraba. Trasteaba por la casa, le daba de comer, lo vestía…pero no lo
miraba. Hasta que el pequeño – que al principio era tozudo como una mula y no
reconocía lo que había hecho mal – se
deshacía en llanto. Entonces la mamá se acercaba, lo consolaba y le hacía todas
las reflexiones. Y el pequeño aceptaba todo con tal que la mamá lo volviera a
mirar.
Reconozco que me pareció “dura”
la postura de la madre. Necesitamos que nos miren, que no nos nieguen la
mirada! No podemos vivir sin la mirada de quien amamos.
Y es lo que el salmista pide a
Dios: no me escondas tu mirada.(salmo 102,3)
No le pide verlo sino ser visto.
Como ese niño que, posiblemente, no miraba mucho a su madre pero sí se sabía
mirado por ella.
“El mirar de Dios es amor”. Quizá porque sólo
puedo vivir en el amor, mi vida no subsiste sin el mirar de Dios. A veces
nuestra mirada se distrae y no le busca. Nos entretienen juguetes y
distracciones.
Basta tener la certeza de que, siempre, Dios nos mira y nos ama. Orar es, simplemente, tomar conciencia de esa
mirada. Dejarnos mirar. Y mirarle.
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