Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos
reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento
recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas
lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se
llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras,
cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos
de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y
quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.
Enormemente sorprendidos, preguntaban:
-« ¿No son galileos todos esos que están hablando?
Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?
Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros
vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en
Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos
forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes;
y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia
lengua.» (Hch 2,1-11)
Excepcionalmente,
hoy no vamos a comentar el evangelio – precioso y denso en contenido teológico-
sino el relato histórico-teológico que nos ofrece Lucas, autor del libro de los
Hechos de la Iglesia primitiva, de la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente.
Pentecostés es una
fiesta heredada de la tradición judía a la cual los cristianos hemos dado otro
sentido. Para el mundo judío Pentecostés rememoraba y celebraba originariamente la fiesta de la siega; era la
fiesta en que las primicias eran entregadas a Yaveh. Pasó luego a conmemorar la
alianza de Dios con el pueblo en el Sinaí y, específicamente, la entrega por
parte de Dios de la Toráh o Ley al pueblo de Israel a través de Moisés. Era una
inmensa fiesta: una de las tres fiestas anuales de peregrinación a Jerusalén
que se celebraban en Israel (ver Ex 23,16).
Estaban todos reunidos en el mismo lugar. Estaban juntos por miedo pero también les unía la esperanza que
encarnaba, magníficamente, María. Es cierto que estar en el mismo lugar no
significa estar unidos de corazón pero también es cierto que los que se aman se
buscan y encuentran. Esta es la primera pregunta que debo hacerme este domingo:
¿permanezco unido/a a la comunidad cristiana? ¿La busco, me reúno con ella?
Un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó
en toda la casa. Lucas nos presenta al Espíritu
con un símbolo del cual destaca su inaprensibilidad. Nadie puede capturar el
viento, nadie lo puede domesticar ni nadie se puede apropiar de él. El Espíritu es libre y sólo puedo dejarme
poseer por él…
Pregúntate: en
mi hogar ¿resuena el Viento del Espíritu? ¿O está lleno de ruidos que no me
permiten oírlo? ¿Qué hay en mi corazón, qué se agita en él? ¿El Espíritu o
ruidos del mundo?
Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que
se repartían, posándose encima de cada uno.
Otro símbolo inaprensible y universal es
el fuego. Tampoco lo puedo domar y tiene gran fuerza. Viento y Fuego son
símbolos que están en todas las culturas para hablar de lo Trascendente. También
la luz. Cada cultura o nación, cada grupo humano, establece y crea símbolos
propios. Pero algunos son universales y Lucas, que tiene el mundo en el
corazón, nos habla ya una lengua universal: Dios es Viento, Fuego…
Como Iglesia
¿sabemos encontrar un lenguaje que toda cultura entienda y haga propia? Cuando
hablo de Dios ¿soy inteligible?
El Espíritu se
posa en cada uno de manera distinta y nos configura distintos. La Iglesia tiene
múltiples carismas. ¿ Qué carisma me siento llamado a vivir? ¿Celebro las
diferencias o preferiría una mayor homogeneidad? ¿veo las diferencias como
riqueza o como amenaza?
Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
en lenguas extranjeras. Sin poder definir al
Espíritu tenemos que hablar de Plenitud. El Espíritu es Plenitud, es aquel que
nos va revelando y enseñando poco a poco, es el que nos da vida pues es Señor y
Dador de Vida. Quien vive en el Espíritu vive una vida plena. Por tanto, nos
acercamos al concepto de felicidad.
Y la felicidad
es contagiosa, te hace hablar “en lengua extranjera”. Quien vive en el Espíritu
ya no hablo según los criterios del mundo (dinero, fama, seguridad, éxito) sino
que está en el mundo sin ser del mundo y habla otra lengua, la de Dios.
Cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios
en nuestra propia lengua. Jerusalén estaba llena
de judíos y simpatizantes que celebraban Pentecostés, la fiesta de la Antigua
Alianza. Ante estos se presentan los apóstoles y causan asombro. En el fondo
nada hay más fascinante que una persona que vive en libertad. La libertad auténtica no
es una conquista, es Don.
Los siete
dones del Espíritu (sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad
y temor de Dios) son una magnífica glosa
de la Libertad.
Pidamos hoy el
Espíritu para todos: ¡Ven Espíritu Santo y renueva la faz de la tierra!
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