lunes, 28 de octubre de 2013

HOMILIA FINAL DEL ENCUENTRO DE FAMILIAS.



Evangelio del fariseo y el publicano. 27 de octubre de 2013

Francisco: ¿Queridas familias, rezan alguna vez en familia? Debemos reconocer que necesitamos de Dios. Poner en las cosas cotidianas la levadura de la fe. Las lecturas de este domingo nos invitan a meditar sobre algunas características fundamentales de la familia cristiana.
La primera: La familia que ora. El texto del Evangelio pone en evidencia dos modos de orar, uno falso – el del fariseo – y el otro auténtico – el del publicano. El fariseo encarna una actitud que no manifiesta la acción de gracias a Dios por sus beneficios y su misericordia, sino más bien la satisfacción de sí. El fariseo se siente justo, se siente en orden, y juzga a los demás desde lo alto de su pedestal. El publicano, por el contrario, no utiliza muchas palabras. Su oración es humilde, sobria, imbuida por la conciencia de su propia indignidad, de su propia miseria: este hombre se reconoce necesitado del perdón de Dios.
La del publicano es la oración del pobre, es la oración que agrada a Dios que, como dice la primera Lectura, "sube hasta las nubes", mientras que la del fariseo está marcada por el peso de la vanidad.
A la luz de esta Palabra, quisiera preguntarles a ustedes, queridas familias: ¿Rezan alguna vez en familia? Algunos sí, lo sé. Pero muchos me dicen: ¿Cómo se hace? La oración es algo personal, y además nunca se encuentra el momento oportuno, tranquilo… Sí, es verdad, pero es también cuestión de humildad, de reconocer que tenemos necesidad de Dios, como el publicano. Y se requiere sencillez. Rezar juntos el "Padrenuestro", alrededor de la mesa, se puede hacer. Y rezar juntos el Rosario, en familia, es muy bello, da mucha fuerza. Y rezar el uno por el otro: el esposo por la esposa, los papás por los hijos, los hijos por los papás, y también por los abuelos. Rezar los unos por los otros, esto se rezar en familia y vuelve fuerte la familia... La oración. 

La segunda Lectura nos sugiere otro aspecto: la familia conserva la fe.
El apóstol Pablo, al final de su vida, hace un balance fundamental: "He conservado la fe" ¿Cómo la conservó? No en una caja fuerte. No la escondió bajo tierra, como aquel siervo perezoso. San Pablo compara su vida con una batalla y con una carrera. Ha conservado la fe porque no se ha limitado a defenderla, sino que la ha anunciado, irradiado, la ha llevado lejos. Se ha opuesto decididamente a quienes querían conservar, "embalsamar" el mensaje de Cristo dentro de los confines de Palestina. Por esto ha hecho opciones valientes, ha ido a territorios hostiles, he aceptado el reto de los alejados, de culturas diversas, ha hablado francamente, sin miedo. San Pablo ha conservado la fe porque, así como la había recibido, la ha dado, yendo a las periferias, sin atrincherarse en actitudes defensivas.
También aquí, nos podemos preguntar: ¿De qué manera conservamos nosotros la fe? ¿La tenemos para nosotros, en nuestra familia, como un bien privado, o sabemos compartirla con el testimonio, con la acogida, con la apertura hacia los demás? Todos sabemos que las familias, especialmente las más jóvenes, van con frecuencia "corriendo", muy ocupadas; pero ¿han pensado alguna vez que esta "carrera" puede ser también la carrera de la fe? Las familias cristianas son familias misioneras, en la vida de cada día, haciendo las cosas de todos los días, poniendo en todo la sal y la levadura de la fe.

3. Un último aspecto encontramos de la Palabra de Dios: la familia que vive la alegría. En el Salmo responsorial se encuentra esta expresión: «Los humildes lo escuchen y se alegren» (33,3). Todo este Salmo es un himno al Señor, fuente de alegría y de paz. Y ¿cuál es el motivo de esta alegría? Es éste: El Señor está cerca, escucha el grito de los humildes y los libra del mal. Lo escribía también San Pablo: "Alégrense siempre… el Señor está cerca".

Queridas familias, ustedes lo saben bien: la verdadera alegría que se disfruta en familia no es algo superficial, no viene de las cosas, de las circunstancias favorables… la verdadera alegría viene de la armonía profunda entre las personas, que todos experimentan en su corazón y que nos hace sentir la belleza de estar juntos, de sostenerse mutuamente el camino de la vida. A la base de este sentimiento de alegría profunda está la presencia de Dios en la familia, está su amor acogedor, misericordioso, respetuoso hacia todos. Sólo Dios sabe crear la armonía de las diferencias. Si falta el amor de Dios, también la familia pierde la armonía, prevalecen los individualismos, y se apaga la alegría. Por el contrario, la familia que vive la alegría de la fe la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para la sociedad.

Queridas familias, vivan siempre con fe y simplicidad, como la Sagrada Familia de Nazaret. ¡La alegría y la paz del Señor esté siempre con ustedes!.



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