jueves, 10 de octubre de 2013

TEN COMPASIÓN DE MÍ...


De camino a Jerusalén, pasó por los confines entre Samaría y Galilea.  Al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»  Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.  Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz,  y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano.  Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?  ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?»  Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado.» Lucas 17, 11-19


Seguimos en ese largo camino hacia Jerusalén en el cual Jesús va enseñándonos qué espera de nosotros.

LOS LEPROSOS. Los leprosos, en tiempos de Jesús, eran apartados y excluidos de la vida social. Vivían a las afueras de los pueblos y estaban obligados a gritar “impuro, impuro” si alguien se les acercaba, lo cual no solía ocurrir pues la lepra – que con frecuencia no era tal sino alguna enfermedad de la piel- causaba pánico en tiempos de Jesús.
La desgracia une. Imaginemos al leproso expulsado de su casa, su familia, su hogar y trabajo. Los primeros días vaga sin rumbo fijo hasta que, los que sufren la misma humillación, lo acogen en su grupo. Un leproso necesita compañía, calor humano. Por las indicaciones geográficas de Lucas podemos pensar que esos hombres sanos jamás se hubieran juntado con un samaritano. Pero la desgracia ha hecho caer, como tantas veces, los fantasmas de los prejuicios. Enfermos ya sólo se reconocen como lo que son: personas. Ojalá no tengan que ocurrir desgracias como las de Lampedusa para ver en el emigrante sólo eso: una persona
Jesús pasa pero no parece detenerse frente a ellos, como hace en otros casos. No obstante es para este segundo grupo para quien ha venido Jesús: No he venido para los justos sino para los pecadores. Pero deja que ellos le llamen:
¡Jesús! Le conocen, saben quién es y cómo se llama. El texto dice que “salieron a su encuentro”, lo buscaron. Alguno ha oído hablar del Hijo del carpintero y convence a los otros de que es su esperanza, los arrastra …Se saben impuros y le gritan desde lejos.
¡Maestro! ¡Rabbí! Le reconocen una sabiduría superior, le saben hombre de Dios.
¡Ten compasión de nosotros! Qué preciosa súplica. No piden a Jesús nada concreto, no aluden a la salud. Jesús ya ve, ya sabe, ya conoce sus necesidades. Ojalá mi oración fuera como la de estos leprosos: con conocimiento íntimo de Jesús, al que llamo Señor, Cristo o como sea…pero es ese nombre que yo le doy porque es amigo del alma. Sabiendo que Él es el Maestro y yo un intento de discípulo. Que aunque no entienda soy capaz de aceptar que basta que Él entienda y sepa. Y con enorme confianza, tanta que dejo en sus manos mi vida, la de quienes quiero…tanta que soy capaz de no pedir, sólo señalar como las de Betania: “aquel a quien tú amas está enfermo” o como los leprosos“Ten compasión”…
Esos diez leprosos representan la humanidad enferma que necesita ser curada…

EL LEPROSO

Jesús les escucha y responde a su petición no expresada. Pero les hace hacer un acto de fe porque al sacerdote se presentaba aquel que ya estaba sano para que éste certificara su curación y pudieran reintegrarse. Jesús los envía como si ya estuvieran sanados y “en el camino” quedaron sanos. Es el camino el que sana, es nuestra colaboración, la obediencia a la orden de Jesús lo que permite el gran milagro. Porque como decía Agustín “Aquel que te hizo sin ti, no te salvará sin ti”
El milagro necesita dos actores: Jesús y la persona. Jesús y yo. Quizá, si pienso que el milagro es algo muy ajeno a mi vida es porque yo no colaboro, yo no dejo a Dios ser Dios…
Pero sólo uno “se volvió”. Sólo uno dejó la meta a la cual se dirigía para reconocer a Jesús meta de su gratitud. Volverse significa convertirse. De entre diez todos vivieron el milagro pero sólo uno se convirtió. Y al convertirse dejó que el milagro se completara porque sólo él puede oir de labios de Jesús: tu fe te ha salvado.
Hay aquí dos curaciones: la física…y la del corazón. La proporción parece tristemente  exacta: recibimos tanto y vamos tan poco a dar las gracias…
Jesús pregunta por los  otros. Ojalá que ninguna noche me encuentre a faltar porque acaba el día sin darle gracias, sin glorificarle, sin alabarlo, sin acercarme a Él.
Lucas remacha el clavo: el que volvió, el de corazón agradecido y bien nacido era “un samaritano”, un extranjero. Y seguimos viendo que así ocurre en la vida, que los que tenemos de todo con frecuencia no agradecemos nada y esos emigrantes que naufragan nos dan, a menudo, una lección de humanidad.

Simplemente leámosla. 

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